sábado, 28 de diciembre de 2013


Hola chicas... Sé que he estado siglos y siglos y siglos sin aparecer... Tengo que decir, que traigo dos noticias, una buena... Y una mala... 
Bien, empezaré por la mala...
No he sacado las notas que mi madre esperaba de mi, por lo tanto mi madre me ha quitado mi móvil (Mi  precioooooosiiiiisiiiiimo y queriiiiidiiiiisiiiimo Iphone.. Lloro) donde tenía capítulos, ideas y demás cosas para la novela, por lo tanto sintiéndolo mucho, voy a tener que cancelar la novela además nadie la leía aparte de vosotras y de verás que yo lo apreciaba..
Bueno, después de esta taaaaaaaaaaaaaan mala noticia, espero que por lo menos esto os anime un poco..
He creado un blog, llamado ''La soñadora de libros'' ya que bueno, leeo tanto y durante tantas horas al día que hasta termino soñando libros... En este blog, publicaré reseñas de los libros que lea para recomendaros los que más me gusten y que podáis disfrutar de ellos tanto como yo; también subiré Book Tags al canal de Youtube que me crearé; también habrá Wrap Ups, Concursos etc..
La verdad es que desde hace mucho tiempo tenía millones de ganas de hacer algo como esto y ahora al estar sin móvil tengo el tiempo que necesitaba así que, igual que me apoyabais cuando publicaba la novela, espero que me apoyéis con este nuevo proyecto con el que estoy tan ilusionada... Espero con ansia todos vuestros comentarios, y aquí os dejo el blog para que os paséis y os unáis ¿Vale? 
Muchas gracias por las molestias... :)
Blog de ''La soñadora de libros'': La soñadora de libros
Mi twitter para cualquier duda: OlgaJustSwag
Peace & Love

sábado, 6 de abril de 2013

Capitulo 8








No se había fijado en los dos chicos. Tenía la cabeza en otra parte, los pensamientos sobre esa tarde tan absurda se agolpaban como olas en una tempestad, uno sobre otro, uno dentro del otro.

Había caminado como una autómata y las piernas la habían conducido al lugar donde había aparcado la Vespa. Esa esquina de la calle estaba desierta, se veía discurrir el tráfico por la calle principal, en dirección al mar, pero nada más.

Mientras quitaba la cadena, inclinada sobre la rueda, escuchó el ruido de unos pasos.

—¿Te acuerdas de nosotros, escarabajo?

Bianca se enderezó de un salto y reconoció al instante a los chicos del barrio. La habían vuelto a seguir. Y esta vez no había nadie a su alrededor que pudiese ayudarla.

Eran altos, fuertes, seguros de sí mismos. Uno de los dos señaló la Vespa y dijo:

—Danos las llaves.

En un primer momento, ella no entendió qué estaba sucediendo, pero apretó el mazo de llaves más fuerte, instintivamente. Entonces el chico sacó una mano del bolsillo del vaquero y le mostró una navaja.

—¿Estás sorda? —dijo—. Que nos des las llaves. Tu moto va a cambiar de propietario.

El otro se echó a reír y añadió:

—Y también todo lo que tengas en la mochila. Dinero, móvil, iPod.

Ella sacó la carpeta y se la enseñó con una mano temblorosa.

—No llevo nada más.

Los dos se miraron.

—Has ido a dar con la única persona del planeta que no tiene móvil.

—Yo creo que nos está mintiendo —replicó el otro y le quitó la mochila de las manos. Hurgó en el interior con prisas, desechando las cosas inútiles, como el estuche y el cuaderno de dibujo. Mientras tanto, Bianca había retrocedido hacia la pared, detrás de la Vespa, y buscaba con la mirada alguna forma de escapar, alguien a quien pedir ayuda. Pero incluso las persianas de las casas estaban echadas, como ojos que no quisieran ver.

—Nada —exclamó el chico, tirando la mochila con indiferencia—. Dame las llaves —repitió con rabia.

Bianca agachó la cabeza, con lágrimas en los ojos.

—No podéis llevaros la Vespa. Es de Daniele.

—Me importa una mierda de quién sea —replicó el otro, acercándose a ella con la navaja en la mano—. Te voy a rajar a base de bien como no me des las llaves, ¿entendido?

Bianca quería morirse. Si se llevaban la Vespa, no le quedaría nada.

Escondió la mano detrás de la espalda, decidida a pelear.

—No tenéis derecho a llevárosla.

—Sujétala —le ordenó uno de los chicos al otro.

En un segundo los tenía encima; Bianca se puso a gritar con todas sus fuerzas. La zarandearon para apoderarse de las llaves, pero ella estaba como loca y no paraba de lanzar patadas, arañazos y mordiscos a diestro y siniestro, sin prestar atención a la navaja que blandían delante de sus ojos. Aferraba las llaves con fuerza y sentía un intenso dolor en la palma, por lo que supuso que se la había herido.

El que parecía el jefe le dio un puñetazo en la cara que la mandó al suelo. Bianca perdió el equilibrio y cayó, golpeándose la cabeza y soltando las llaves, que cayeron sobre el suelo con un tintineo. El otro chico se apoderó de ellas con rapidez, mientras el primero se montaba en la Vespa, listo para salir huyendo.

—Yo de vosotros no haría eso.

Se sobresaltaron al oír una voz a sus espaldas.

El tío que estaba subido a la moto agarró al vuelo las llaves que su compañero le había lanzado y se giró para ver quién era el entrometido. Aferró con fuerza el mango de la navaja, decidido a marcharse con su botín.

—Vaya par de valientes, atacando a una chica sola —comentó la voz con tranquilidad.

—¿Y tú quién coño eres? —preguntó el chico, sintiéndose con la autoridad suficiente como para sonreír con chulería. El entrometido era alto y fuerte, pero ellos eran dos.

—Soy el tío al que le vais a dar las llaves de la Vespa.


La sonrisa se le borró de la cara al ver cómo el desconocido se abrió la cazadora de cuero negra para exhibir una pistola metida en los pantalones. La acarició con la punta de los dedos, deteniéndose un instante sobre el gatillo.

Cuando volvió a cerrarse la cazadora, el chico de la moto dejó escapar un grito ahogado.

—¡Vámonos! —exclamó el amigo, preso por el pánico—. Que éste no bromea.

Se bajó de la Vespa despacio, pero en lugar de volver a ponerla sobre la patilla, la tiró al suelo. El otro no se movió. Continuaba mirándole fijamente a los ojos, esperando que obedeciese sin más discusión.

—Esto no acabará así —siseó antes de seguir a su cómplice, que ya había llegado al final de la calle.

—Pues yo creo que sí —replicó el desconocido.

Estuvo mirándolo hasta que desapareció, y luego se precipitó sobre Bianca, que todavía estaba en el suelo con los ojos cerrados—. ¡Bianca! —exclamó—. Bianca, ¿estás bien?

Ella murmuró algo y se movió. Él la cogió en brazos y la levantó del suelo, intentando moverla con delicadeza.

—Tienes que hablarme. Háblame. Si no me hablas significa que es grave, ¿me escuchas? —gritó. Entonces ella abrió los ojos, le miró y dijo:

—Gilipollas.





En urgencias le pusieron dos puntos. Tenía la herida algo más arriba de la nuca, le había faltado poco para que se golpeara en un punto mortal. También tenía mal la mano derecha, se había cortado apretando las llaves con demasiada fuerza y habían tenido que desinfectarla y vendarla.

—Es una suerte que sea zurda —comentó Bianca con un suspiro, pensando en sus dibujos.

—Te haremos también una radiografía. Ahora vuelvo —anunció la doctora, y la dejó sola en la habitación.

Fue entonces cuando Justin se decidió a entrar, había esperado fuera recorriendo el pasillo arriba y abajo.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó.

—¿Dónde está la Vespa?

—No te preocupes —le aseguró—. Nadie se atreverá a quitártela nunca más.

Bianca ignoró el tono seguro con el que había afirmado una cosa imposible, y pensó que sería hermoso creerle.

Habían venido en el coche de Justin. Ella no había abierto los ojos en todo el trayecto. Luego le había pedido que se detuviera y había vomitado en el arcén de la carretera. Se había echado a llorar cuando vio unas manchas de sangre en la sudadera, y Justin no había sabido qué decirle. Pensó que estaba conmocionada por el atraco y por el shock, por lo que se había limitado a trasladarla a urgencias lo más rápido posible, sosteniéndola entre sus brazos, pues no parecía capaz de tenerse en pie.

Ahora tenía la camiseta blanca llena de manchas color rojizo, de cuando Bianca se había aferrado a él con la mano herida.

—Gracias. Has estado genial —le dijo ella.

—Pues hace un rato me has llamado gilipollas —replicó él con una sonrisa.

—Es lo que eres. Era la segunda vez que me dejabas sola en ese sitio.

—Pero te he salvado —señalo Justin.

—Todavía no entiendo cómo lo has hecho.

—Es normal, te habías desmayado.

Bianca le dirigió una mirada escéptica.

—¿Por qué estabas allí? ¿Me estabas siguiendo?

—No. Había vuelto sobre mis pasos —respondió él, a la vez que se sentaba en el borde de la cama.

Tenía una expresión tensa y cansada en su rostro.

—¿Y por qué?

—Esto parece un interrogatorio —dijo Justin, pasándose la mano por el pelo castaño y hacia arriba—. Me ponen de los nervios los interrogatorios.

—A mí también. Pero tengo derecho a saberlo. Estoy herida, podría morir de un momento al otro —replicó Bianca con ironía—. Me llevaré tu secreto a la tumba.

Él no se rió. —No bromees sobre la muerte.

—No estoy de broma. ¿Por qué volviste? —preguntó ella.

Le dolía la cabeza, pero tenía muy claro el recuerdo de la voz de Justin que intervenía en aquella escena horrible y ahuyentaba a los ladrones como por arte de magia.

—En lugar de atormentarme, deberías descansar y esperar a que la doctora vuelva con la radiografía —dijo él, tratando de utilizar un tono protector—. Y la próxima vez, cuando un macarra te ordene algo, tú obedece y ya está, ¿vale?

—Tú no has obedecido a los macarras, los has ahuyentado —observó Bianca.

—Te equivocas. El mérito es todo tuyo. Cuando han visto esas botas horrendas que llevas, no les ha quedado más remedio que salir pitando —bromeó Justin, haciéndola reír.

Ella notó que los puntos de la cabeza le tiraban y se puso seria.

—Mis botas no son horrendas.

—Sabes que lo son.

—Vale, tienes razón —asintió—, pero de todas formas me gustaría saber por qué has vuelto.

—Es complicado, Bianca —dijo Justin.

Al escucharle pronunciar su nombre, Bianca se sintió mejor.

—Soy inteligente, podré entenderlo.

—Hay cosas que no entiendo ni yo —añadió Justin—. Cosas que hacen que mi vida sea distinta a la tuya.

—Entonces has salido corriendo por eso.

—No lo sé —admitió él—. No quiero acercarme demasiado a ti. Pero cuando te he dejado sola allí me he arrepentido. He vuelto sobre mis pasos, he seguido mi instinto.

Bianca no dijo nada. Se sentía muy cansada y sólo le apetecía dormir. Había detalles que no encajaban, frases que no tenían sentido, pero no tenía ganas de pensar en ese momento. Tenía ganas de que él se quedase con ella y nada más. De nuevo sentía ese calor que la hacía sentirse bien, y eso era una sensación muy extraña en su vida, tan única, que hacía especial el más mínimo gesto, la palabra más simple, todo especial.

Mientras estaba pensando en esto, con un dolor en el pecho parecido al hambre, Justin se aproximó. Se sentó junto a ella y puso las manos sobre la almohada, a ambos lados de su cara. La miraba desde arriba, a unos centímetros de distancia, parecía que fuera a decir algo. Y sin embargo, callaba.

Bianca cerró los ojos.

Era capaz de dibujar su rostro incluso así, sin verlo.

Sintió que Justin se acercó más y que sus labios le acariciaban la boca con un roce tan leve que por un segundo pensó que se lo estaba imaginando. Pero el escalofrío permanecía en la columna vertebral. Cuando volvió a abrir los ojos, él estaba de pie.

—Tú no puedes entenderme y yo no puedo explicarlo. De verdad.

—Justin.

—No.

—Ven aquí.

Él obedeció con un suspiro y Bianca le cogió la mano.

—Tendrían que agradecerme que no los haya matado por lo que te han hecho.

Bianca sonrió. La frase sonaba muy bien, aunque no fuera verdad.

—Has dicho que no quieres estar cerca de mí —le recordó. Tenía cara de estar sufriendo, no precisamente a causa de los puntos—. Yo también sentía lo mismo por ti. Esta noche, probablemente, o mañana, también lo sentiré.

—No me lo tomaría mal de ser así —replicó Justin con seriedad.

En sus ojos color miel volvía a reflejarse esa sombra turbia, pero Bianca no se dejó intimidar. Le había salvado la vida, habría matado para hacerlo y, sin embargo, decía que no quería estar cerca de ella.

—Justin, no te creo.

—No me hagas más preguntas. Debes de aceptar el hecho de que las cosas están torcidas —exclamó él con vehemencia, pero sin levantar el tono de voz—. Demasiado torcidas.

En ese momento la doctora regresó con su historial médico y un bolígrafo en la mano.

—¿Es usted un familiar?

—No, soy un amigo.

—Es el chico que me ha traído aquí —explicó Bianca.

Pero la doctora continuaba observándolo con suspicacia mal disimulada.

—Tengo que hablar con tus padres —continuó—. ¿Podrías darme el número de alguno de los dos?

Bianca soltó un bufido. Su padre se iba a llevar un susto de muerte, a pesar de que habían omitido la historia de la agresión.

—Llame al tribunal y pregunte por el juez Francesco Prandi. Es mi padre.

—De acuerdo —dijo la doctora, satisfecha—. Déjame ver la herida y luego te someteré a unas pruebas para asegurarnos de que no ha habido trauma craneal. Bianca accedió con docilidad todas las peticiones de la médico, con la esperanza de que terminara rápido y los dejase de nuevo a solas. Quería decirle a Justin que también su vida estaba torcida y que quizá se sentía atraída hacía él por esa razón, a pesar de no gustarle su actitud arrogante.

Abrió la boca, respondió a una serie de preguntas estúpidas —qué día era, dónde estaban, cuántos años tenía— y dejó que le apuntarán a las pupilas con una especie de linterna eléctrica.

—Parece que estás bien. Voy a llamar a tu padre —concluyó la doctora y, finalmente, se marchó.

Pero cuando Bianca levantó la mirada para encontrarse con la de Justin, él se había marchado de la habitación. Lo llamó, esperando que estuviese en el pasillo, pero no obtuvo respuesta.

Se había marchado.

Otra vez. 



Querido Daniele:

¿No te parece raro que todos estemos deseando amar, tan desesperadamente necesitados de enamorarnos, y que a la vez seamos incapaces de dar algo a las personas que creemos amar?

Es que ni siquiera sé lo que significa «enamorarse». Espero que no tenga nada que ver con esta sensación nauseabunda de impaciencia, confusión y deseo reprimido. No me gusta estar en la montaña rusa. Tan pronto estás tocando el cielo como te hundes en el infierno. Tiene un regusto demasiado agrio, no se parece a la felicidad.


                                                                                                                Bianca

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Chiiiiiiiiiiiiiicas! :D 
Bueno,  cielitos deciros que tarde en subir, por que no estaban los 15 comentarios, ya sabéis como va esto, yo tengo 15 comentarios y subo.. No los tengo y no subo.. 
Podéis comentar aquí, por twitter (@OlgaJustSwag) o por tuenti (Believe Olga Believe). Si podéis, y no os importa, haced la encuesta de el margen derecho vale? :D 
Deciros, que la novela realmente ha empezado AHORA, y que lo que viene.. Es OJWEHFOÈRGOERGH 
Ok ya.. *_* 
Bueno, gracias por todo, por leer, por ser tan amables conmigo, y por ser Beliebers :)
Peace & Love. 


viernes, 29 de marzo de 2013

Capitulo 7







Si se distraía, la mano se movía sola.

Puede que siguiera sus pensamientos ocultos. Puede que Bianca se hubiese transportado a una dimensión paralela y hubiera perdido el control de sus propias acciones.

Cerro el cuaderno de bocetos, sin llegar a borrar el retrato que acababa de pintar y que le provocaba nauseas al mirarlo, y volvió a meterlo en la mochila. Valeria llevaba un rato parloteando pero ella llevaba un rato sin escucharla, y de repente se sintió culpable.

Trató de prestarle atención, pero su mirada siempre acaba en aquel el sitio vació que una vez fue suyo. Justin había vuelto a faltar. El día de antes le había dado plantón y hoy no había ido a clase: estaba claro que no tenía ninguna intención de disculparse.

—Puede que le haya sucedido algo —pensó en voz alta.

Valeria cerró la boca y la miró.

—Pero ¿De quién estás hablando? No me estás escuchando.

—Perdona —respondió Bianca—. Últimamente no me siento muy bien.

Valeria suspiró y a continuación se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.

—No es asunto mío —comentó con un tono que sugería lo contrario—, pero si quieres mi consejo, pasa de él.

—Ahora eres tú la que habla a la ligera —replicó Bianca, esbozando una sonrisa.

—Pero si se te nota a la legua —insistió la otra chica, con un destello de malicia en los ojos.

Bianca parpadeó, perpleja. Quizás la clave de aquella extraña afirmación estaba en el monólogo que acababa de perderse.

—Te gusta ése.

—No me gusta nadie —replicó Bianca con rapidez. Sabía a quién se refería Valeria, pero no era verdad. Tan sólo estaba enfadada porque la había dejado sola en mitad de la ciudad vieja.

—Circulan rumores extraños sobre él —continuó la amiga, sin darse por enterada. Se le notaba en la cara que tenía ganas de cotillear—. De hecho, también los hay sobre ti, si te interesa saberlo.

—¿Serviría de algo si me negara? —preguntó Bianca con un suspiro.

—No.

 ¿Qué dirían de ella por ahí? ¿Se habrían enterado de su historia? ¿Y cómo lo habrían hecho? Seguro que para recabar información no era problema para aquella gente, así que era probable que lo supieran.

En ese momento alguien llamó a la puerta. Justin Bieber entró en clase con un justificante de entrada a segunda hora que la profesora firmó, echándole una mirada de reproche evidente.

 Mientras atravesaba el aula en dirección a su sitio, los ojos de Justin se encontraron con los de Bianca, que fingió no haberlo visto y continúo con la cabeza vuelta en dirección a la pizarra.

Sentía sus ojos encima.

—¿Lo ves? —le susurró Valeria con una sonrisita—. Te has puesto colorada.

Ella no respondió.

Durante la hora siguiente, mientras corría por el gimnasio junto con el resto de sus compañeras, notó que Justin no estaba con los demás chicos, entretenidos tirando a canasta.

Abandonó la fila en la que se encontraba y pidió permiso a la profesora para ir al baño.

En lugar de eso, corrió a la planta de arriba y entró en clase, debería de haber estado vacía aunque probablemente no lo estuviera.

Cuando vio a Justin sentado en su pupitre, con su cuaderno de bocetos en la mano, absorto en los dibujos que ella había hecho durante los últimos días, le entraron ganas de gritar.

—¿Quién diablos te crees que eres? —dijo en voz baja, y mientras él alzaba la mirada, le soltó una bofetada.

Justin se movió con una rapidez sorprendente y le agarro la mano justo a un centímetro de su cara.

Sobre la página blanca había un rostro.

—Eres buena —comentó él.

—Me estás haciendo daño —dijo Bianca tratando inútilmente de liberarse de la mano de Justin—. No tienes ningún derecho a hurgar entre mis cosas.

Justin la soltó.

—Y tú no tienes derecho a dibujarme a escondidas. No quiero que me retraten.

—Ese no eres tú —mintió ella, avergonzada.

Se miraron por un segundo. La expresión de Justin era indescifrable.

Bianca, que solía conocer a las personas con sólo echarles un vistazo, se sintió confundida al escrutar aquel rostro, sin conseguir leer nada en él.

Los ojos color miel estaban fijos en ella. Los labios carnosos, entrecerrados como si estuviera a punto de hablar, no expresaban ninguna emoción.

Justin se levantó y le devolvió el cuaderno.

—Me has dado plantón y ni siquiera te disculpas —exclamó Bianca irritada—. Eres un arrogante y un estúpido.

—Ayer tuve un contratiempo —replicó él—. Quedemos de nuevo esta tarde.

 Se alejó para salir de la clase, dándole la espalda con frialdad.

—Si crees que voy a ir es que estás loco —respondió ella, temblando a causa de la rabia.

Él no dijo nada más y desapareció tras la puerta.

Su perfil se recostaba sobre la piedra color crema.

Estaba apoyado contra el muro con las manos metidas en los bolsillos, la cara bronceada y los ojos cubiertos por unas gafas de sol. Llevaba puestos unos pantalones negros y una cazadora de cuero negra encima de una camiseta blanca; tenía la cabeza levantada, como si mirase al cielo.

Bianca, desde la esquina de la calle que llevaba a la catedral, se detuvo un rato a observarlo. Había pensado en hacerle esperar, para comprobar durante cuánto tiempo aguantaba, si sería capaz de esperar dos horas a que ella apareciese.

Pero ahora que estaba allí, tenía que refrenar el impulso de salir corriendo a su encuentro. Y si no iba hacia él era porque necesitaba calmarse. Ese chico le provocaba una agitación inexplicable, y eso era algo que no le hacía gracia.

—Hola —le dijo cuando se decidió a descubrirse.

—Entonces has venido —respondió él, esbozando una sonrisa.

—Para hacer el trabajo.

—Claro. Para hacer el trabajo —repitió Justin.

Entraron juntos en la catedral desierta y en penumbra, y Bianca sacó el distanciómetro y un cuaderno para apuntar.

—Tú tomas las medidas y yo anoto —propuso ella.

La idea de usar aquel artefacto no le gustaba ni pizca. Y además, por lo que parecía, él debía de tener práctica, porque lo encendió y lo puso en marcha en un segundo, como si lo hubiera hecho miles de veces.

Trabajaron unos minutos en silencio y Bianca comenzó a relajarse. El resplandor de las velas y el aroma a incienso y a flores era agradable. Le recordaba que, antes o después, a todo el mundo le llegaba su hora. Y que casi cualquier gesto, cualquier emoción, perdía su importancia con el paso de los años. Estaban hechos de sombras, y la carne y la sangre que acarreaban no era más que una ilusión.

Mientras estaba absorta en sus pensamientos, sintió una mano en el hombro que la hizo estremecer.

—No puedo gritar para llamarte —dijo Justin—. Sígueme.

Entraron en una pequeña capilla lateral y se sentaron en uno de los bancos, uno junto al otro.

—¿Qué te parece si hacemos algún boceto de este rincón? Me parece más interesante —sugirió el, ya con el cuaderno en las rodillas.

Bianca asintió y empezó a dibujar. Sólo se escuchaba el rumor de sus lápices recorriendo el folio, sonidos breves y secos procedentes de la mano de Justin, y más largos y ligeros de la de Bianca. De vez en cuando, ella miraba de reojo su trabajo, curiosa por comprobar que tal se le daba. Notó que sus líneas eran rápidas y seguras, tan nítidas como las de un arquitecto. El dibujo de la capilla era perfecto, sólido y limpio.

—Eres buenísimo —comentó con admiración. Miró su propio boceto y le pareció un manchurrón, lleno de borrones y tachaduras.

—Solamente las cosas inertes —matizó Justin—. Jamás podría dibujarte un retrato que se pareciera al que tú me has hecho.

—Ya te he dicho que no era tu retrato —replicó Bianca, irritada.

No obstante, lo dijo menos convencida que por la mañana.

El sonrió y dejó de dibujar.

—De acuerdo.

—¿Vas a estudiar para ser escenógrafo? —le preguntó ella, cambiando de tema.

La sonrisa de Justin se borró.

—No creo.

—Deberías.

—¿Qué me dices de ti? ¿Qué vas a hacer cuando termines el instituto? —le preguntó él, a la vez que se volvía para mirarla.

Había tristeza en los ojos de ambos. Estaban pensando en el futuro y a ninguno de los dos le gustaba el tema, quizás porque ninguno de ellos veía nada que no fuera oscuridad frente a sí.

—No me importa —respondió.

—Eso no es una respuesta —observó Justin— ¿Quieres casarte? Bianca se echó a reír como si fuera una idea de locos.

—¿Esa es la idea que tienes de un proyecto de futuro?

—Puede. Antes o después, casi todo el mundo se casa.

—Y todos se divorcian. O se traicionan. O se hacen daño —contestó ella. Negó con la cabeza y añadió—: No gracias, no es una buena idea.

Los dos guardaron silencio y retomaron el trabajo. Pero Bianca no conseguía dejar de pensar y las palabras se le escaparon de la boca sin querer.

—Nunca he estado enamorada.

—Ni yo.

Se sonrieron. Al menos tenían algo en común.

—Pero estoy enamorada del arte —agregó ella—. Cuando entro en un museo, me siento como en casa.

Los ojos de Justin se iluminaron.

—A mí también me pasa —afirmó—. Pero cada vez que voy a uno tengo que buscar mi obra especial. Un cuadro o escultura que pueda llevar conmigo para siempre.

—Qué raro —comentó Bianca, con cara de curiosidad.

—Quizá. Pero cuando estás rodeado de arte parece que nunca pueda sucederte nada malo.

—Es como si el tiempo se hubiese detenido —añadió ella, asintiendo.

Justin extendió la mano hacia ella pero la dejo suspendida en el aire, como si estuviera decidiendo que hacer. Después, cogió entre dos dedos un mechón de pelo que le tapaba la cara y se lo echó hacia atrás.

—Siempre te escondes —le dijo.

—Y tú.

Bianca agachó la cabeza y dejó que él le acariciase la mejilla. Al sentir el tacto de su piel y sus dedos deslizándose sobre la suya propia, tuvo que cerrar los ojos. Estar allí con él, en la capilla perfumada de incienso, tenía un no sé que de irreal.

Escucharon los pasos de los fieles que entraban en la catedral para la misa de las seis y se sentaban en los bancos, dispuestos a rezar.

A continuación, el órgano comenzó a sonar y la voz del cura vibró entre las naves de la iglesia.

Pero los sonidos y las voces parecían distantes y extraños, correspondían a un mundo que no podía alcanzarlos. Un mundo al que no pertenecían, pero no pasaba nada.

Bianca todavía notaba el calor de Justin en su rostro. Le cogió la mano entre las suyas y la observó, recorrió las líneas de la palma de su mano con un dedo, como si quisiera estudiar todos los detalles. Empuñó el lápiz y pasó la página del cuaderno, comenzando a reproducir las formas que había tocado. Con algunos trazos expertos, mientras Justin la miraba embelesado, dibujó la mano que había acariciado. Era nerviosa, era fuerte, era la mano de un chico pero también de un hombre.

—¿Qué haces? —preguntó él.

Le ponía incomodo que dibujasen partes de su cuerpo.

—Te lo he dicho —susurró Bianca, cerrando el cuaderno—. Detengo el tiempo. Y además, tienes unas manos muy bonitas.

El silencio volvió a envolverlos, sin timidez; con muchas preguntas.

—Vamos —dijo Justin, poniéndose de pie con brusquedad. Su lápiz cayó al suelo con un ruido desafinado.

Se dirigió a la salida sin detenerse a recogerlo. Bianca lo siguió a regañadientes y una vez fuera, la luz de la tarde le obligó a entornar los ojos.

Él ya había llegado al final de la escalinata de la catedral, casi corría.

—Pero, ¿qué mosca te ha picado? —le preguntó a gritos.

—Nos vemos en el instituto —respondió él, girándose sin detenerse—. Yo diría que por hoy hemos hecho bastante.

—No tiene sentido —volvió a gritar ella.

Bianca no sabía qué más decir. Lo observó marcharse a toda prisa y esperó a que al menos se diese la vuelta otra vez.

No lo hizo.

Ella volvió a sentir esa sensación de frió, como si alguien hubiese abierto una puerta en la noche y hubiera dejado que el calor del fuego se desvaneciese.

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Bueno chicas, pues hasta aquí los capítulos de hoy, aquí en España, es tarde, muy tarde.. Y bueno, espero que os guste muchísimo la novela, y que por favor, me comentéis tanto en tuenti, como en twitter.
Tuenti: Believe Olga Believe
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Cunado llegue a los 15 comentarios, subiré los siguientes capítulos.
También podéis comentarme aquí y seguirme, también sumare los comentarios de aquí :D
Besos!
Peace & Love.


Capitulo 6





—E ntonces, ¿cómo te encuentras?

Su madre usaba un tono sospechoso. Demasiado alegre, demasiado ligero. ¿Dónde habían quedado los meses de silencio y llanto solitario? Bianca suspiró en el auricular, imaginando al hombre de pelo entrecano que le secaba las lágrimas. Que conseguía lo que ni ella, su hija, ni su marido, habían sido capaces de hacer: devolverle la sonrisa.

—Estoy bien. El instituto no está mal.

Hacía girar con las piernas el sillón con ruedas en el que estaba sentada ante el escritorio, a la vez que acariciaba la tortuguita de escayola que descansaba junto al ordenador.

Había pensado pintarla de colores, pero luego le había parecido mal alterar la obra del artista desconocido.

—¿Y tu padre? ¿Cómo está?

—Pregúntaselo a él —respondió Bianca.

Hacer de espía no iba con ella. Su padre estaba como de costumbre, enterrado en sus papelotes. Y no sospechaba ni lo más mínimo que su mujer le estuviera poniendo los cuernos.

—Oh, ya sabes que no habla mucho —replicó su madre con tono resignado.

—Bueno, pues la verdad es que tú tampoco —añadió Bianca.

En los últimos doce meses, antes del traslado, antes de la escena del restaurante, su madre había pronunciado una media de diez palabras al día. Las había contado. Casi cuatro mil palabras al año para mascullar lo indispensable antes de volver a encerrarse apresuradamente en su dolor egoísta.

—Estamos hablando, ¿no? —replicó su madre, resentida.

Seguro que no quería que le echaran nada en cara. Era imposible tratar de discutir acerca de sus errores.

—Por fin te has decidido a comunicarte con nosotros —dijo Bianca con un tono resignado.

Sin darse cuenta, había abierto el cuaderno de bocetos y había comenzado a trazar un rostro.

—Estoy tratando de arreglar las cosas. Con vosotros lejos, me resultará más sencillo recomponerme. Sabes que aquello que sucedió hace un año...

—No quiero hablar de eso. Ahora no —la interrumpió Bianca, alterada.

Para ella era imposible afrontar el tema del accidente. Era algo que había encerrado en su interior y allí era donde debía permanecer. Y, de todas formas, no quería hablar de eso con ella, porque era posible que en ese momento tuviera junto a ella al hombre de pelo gris y, por eso, sólo por eso, se sintiera más fuerte.

—Como quieras —accedió su madre—. Bueno, ahora tengo que irme, tengo una reunión, en el colegio.

«Si, claro»

—Hasta pronto.

—¿Bianca?

—¿Sí?

—Sabes que puedes volver cuando quieras. Aquí siempre me tendrás a mí, a tus amigos, tu cuarto.

«Allí no queda nada de nada.»

—Gracias, lo sé —respondió, sin dejar de dibujar.

Por fin consiguió despedirse y colgar el teléfono. Odiaba esas llamadas, respondía únicamente para que su padre no sospechara. Decidió que, de ahora en adelante, dejaría el móvil en casa para evitarlas mejor.

Tuvo que contener el llanto. Después miró el dibujo, para darse cuenta de que el rostro que había trazado tenía unos rasgos familiares; se dio prisa en borrarlo, pero lo hizo con tanto ímpetu que rasgó el folio.




El casco antiguo estaba protegido por unas murallas macizas y elevadas de piedra clara que al atardecer se teñían de los tonos dorados del sol y, de noche, se volvían anaranjadas a la luz de las farolas. En el exterior, el tráfico y las tiendas de la vida moderna. Dentro, un dédalo de callejuelas pobladas de individuos de mirada curiosa, que advertían rápidamente la llegada de un extraño por el simple hecho de que allí todos se conocían desde hacía generaciones.

Bianca caminaba con la cabeza baja. O al menos, eso intentaba. Su padre le había advertido al menos veinte veces que tuviera cuidado, que no se pusiera colgantes ni reloj, que aquellas calles estrechas eran famosas por los robos realizados con maestría, a la velocidad de la luz. Cada vez que sentía el ruido de una moto que se aproximaba, se apretaba contra la pared y siempre se quedaba pasmada al comprobar que eran niños de diez u once años los que conducían esos tanques enormes, a menudo apoyados en una sola  rueda. Solían montar de dos en dos, incluso de tres en tres, e iban a todo gas por los callejones gritando y riendo, envolviendo a Bianca en una nube de humo negro.

Andar mirando al suelo era difícil. Cada esquina despertaba su curiosidad y las personas sentadas a la puerta de las casas le hacían gestos de saludo, como si la conocieran, mientras le daban un repaso de los pies a la cabeza.

El aire estaba impregnado de aromas de cocina, probablemente ya se pensaba en la cena aunque sólo fueran las cinco de la tarde. De hecho, en las cocinas a la vista se distinguían grupos de mujeres más o menos numerosos, mientras que los hombres jugaban a las cartas, entre ellos.

A Bianca todo le fascinaba. Hasta el punto de que ya no tenía ni la más remota idea de dónde había ido a parar. El plano que llevaba en la mano era indescifrable, puesto que ignoraba dónde quedaba el mar. Miró a su alrededor y vio a una viejecita minúscula delante de una mesa de madera montada sobre dos caballetes. Uno a uno, a paso de tortuga, estaba dando forma a unos cavatelli de pasta fresca.

—Perdone, señora —le preguntó Blanca—. ¿Por dónde queda la catedral?

—Está por allí —respondió ella señalado con un dedo arqueado y enharinado—. Está cerca. ¿No quieres llevarte unos cavatelli recién hechos? Son el mejor souvenir de la ciudad.

Bianca no sabía qué responder. Pensó en negarse, pero luego sonrió. Quería los cavatelli de la viejecita. Eran como pequeñas esculturas, obras de arte para la vista y para el gusto.

La viejecita echó una cantidad generosa en una bolsita de plástico. Mientras Bianca le tendía un billete para pagar, la señora le hizo un gesto para que esperase y entró en casa. La podía ver a través de la cortina de falso encaje blanco, mientras trajinaba entre cacharros y hornillas, buscando algo.

Cuando salió, llevaba en las manos un bote lleno de líquido rojo.

—Ésta es la salsa. La he hecho esta mañana, se la pones con un poco de queso pecorino —le explicó sonriendo, orgullosa—. Esto a los turistas no se lo hago —y le guiñó un ojo.

Bianca sonrió y continuó su camino abrazada al bote. De vez en cuando lo abría para aspirar su contenido y de nuevo sentía el aroma a casa ajena, a sol, a albahaca.

Cuando divisó la catedral, se detuvo.

Tenía que verse allí con Justin y aquello la ponía nerviosa. Había comprado el distanciómetro, después de averiguar en qué tipo de tienda podían venderlo, y lo llevaba en la mochila junto a su viejo metro de madera, que le inspiraba más confianza.

Se aproximó al lugar de la cita con calma, esperando ver al chico en la escalinata de la catedral, pero en lugar eso se encontró con un grupo de niños jugando al fútbol. 

Decepcionada, se sentó en una esquina a esperar, confiando en que el balón no le diera en la cara. Los niños utilizaban como portería un nicho decorado con inscripciones en latín; Bianca se sobresaltaba cada vez cada vez que la pelota golpeaba la piedra antigua.

Las cinco y media se convirtieron en las seis con una lentitud exasperante. Las campanadas que anunciaban la misa de la tarde sonaron, y muchas viejas vestidas de negro subieron las escaleras en grupo. Bianca bufó de impaciencia, mientras se preguntaba cuál sería el motivo de aquel retraso absurdo. Y también cuánto tendría que esperar. Para matar el tiempo, decidió entrar en la catedral para echar una ojeada y hacerse una idea del trabajo.

El edificio la impresionó con su estilo románico lineal y etéreo, de  arquitectura elegante pero sobria. Paseó por las naves, echando vistazos nerviosos en dirección a la entrada, con la esperanza de ver aparecer a Justin.

Pero cuando volvió a sentarse en los escalones del exterior, el reloj marcaba las siete. Llevaba allí casi dos horas y no había ni rastro de él. Se levantó después de un rato, sabiendo que era inútil seguir esperando, y el balón llegó hasta ella, deteniéndose junto a sus pies.

—¡Venga! ¡Pásamela! —le gritó uno de los niños al pie de las escaleras, agitando los brazos en dirección a ella.

Bianca le dio una patada al balón con tanta violencia que lo mandó a la otra punta de la calle, levantando una ola de protestas incomprensibles y silbidos por parte de los pequeños y sudados jugadores.

Ignorándolos, se apresuró a desandar el camino, prestando atención a no equivocarse. El sol se estaba poniendo y no le apetecía en absoluto encontrarse en las callejuelas a oscuras. Giró en una esquina y tras recorrer un buen tramo de la calleja se dio cuenta de que, para atravesarla, tendría que pasar en medio de grupo de chicos reunidos alrededor de unas motos delante de una especie de bar, que gritaban como si estuviesen peleándose.

Por un instante, Bianca pensó en dar media vuelta, pero tenía miedo de tomar un camino equivocado si cambiaba de calle. Así que continuó hacia delante, con la cabeza gacha y la esperanza de que no se fijaran en ella.

No estaría mal ser invisible, tanto en aquella situación como en otras tantas en las que se veía obligada a enfrentarse a la gente. A enfrentarse al hecho de que no era únicamente una sombra, tal y como hubiera deseado, sino una persona de carne y hueso a la que los demás podían cerrar el paso.

—Oye, guapa —la llamó uno mientras pasaba a su lado—, ¿adónde vas?

Bianca no respondió y continuó caminando, a la vez que apretaba un poco el paso.

Uno del grupo se echó a reír con sorna y se refirió a ella en un dialecto. Ella intuyó lo que significaba: «escarabajo». Iba vestida muy distinta a las chicas del casco antiguo, quienes vestían con escotes exagerados, pantalones ajustados y colores estridentes. Probablemente se habían fijado en ella por ese motivo.

Bianca se mordisqueó una uña y mantuvo el paso, pero, después de un rato, se dio cuenta de que dos de los chicos la seguían. Caminaban uno junto al otro y se reían, como si estuvieran a punto de hacer alguna trastada. Cuando ella se giró para comprobar de dónde provenía el ruido de los pasos, le guiñaron un ojo.

—Venga, para —exclamó uno de ellos—. De verdad que no mordemos. Vamos a charlar un rato.

Presa de la agitación, el corazón de Bianca latía con fuerza. Siguió caminando, de hecho, casi corriendo. Al escuchar al chico, una señora se asomó a una ventana y les gritó algo en un dialecto cerrado y enfadado.

Uno de los dos le respondió entre risas.

—Métete en tus asuntos, María.

Bianca echó a correr. La última vez que lo había hecho había sido el día que descubrió a su madre con su amante. Sus piernas respondieron de inmediato, raudas y veloces, pero los dos extraños la siguieron sin mucho esfuerzo.

—Mira cómo corre el escarabajo —exclamó uno de los chicos.

—Oye —le dijo el otro—, ¡para! Antes o después te atraparemos.

Bianca desembocó en la plaza principal y divisó su Vespa aliviada.

Quitó la cadena de la moto y se montó de un salto. Los dos chicos se mantuvieron a cierta distancia pero continuaron observándola y llamándola. Con la cara ardiendo y sin enterarse de nada, Bianca aceleró e hizo saltar la patilla un segundo antes de salir pitando tan deprisa como pudo.

Llegó a casa corriendo y se metió en seguida en su habitación, furiosa consigo misma, no por haber sido tan inconsciente como para andar a esas horas por los callejones del casco antiguo, si no por haberlo hecho por culpa de Justin. Por haberlo esperado más de dos horas sólo para no admitir que estaba decepcionada y ofendida porque no se hubiera presentado a la cita.

Abrió la mochila en busca del cuaderno de bocetos y se dio cuenta de que, con las prisas de la fuga, el bote de tomate se había abierto, derramando el contenido sobre sus cosas. Las páginas blancas estaban manchadas de salsa roja y también el estuche y unos libros que llevaba encima. Trató de recuperarlos y de limpiarlos lo mejor que pudo con unos pañuelos, pero sus manos se tiñeron de rojo y el corazón se le puso en la boca.

Sintió un sudor helado en la frente.

«Un lago de sangre»

Presa del pánico, corrió hasta el baño y se metió en la ducha. Abrió el grifo al máximo y sintió el chorro caliente que le empapaba el cabello y la ropa, llevándose consigo las manchas rojas. Cerró los ojos para calmarse, pero cuando fue consciente de su reacción, se puso a llorar mientras el agua seguía cayendo.

Se quedó así un buen rato, hasta que escuchó una puerta abrirse y comprendió que su padre había llegado. Salió de la ducha y se desnudó lentamente para librarse de la ropa mojada, tratando de evitar el espejo por miedo a no reconocerse en el reflejo.





Querido Daniele:

Desde que te fuiste, es como si estuviera muerta.

Pero sigo sintiendo dolor, un dolor sordo, como de fondo, que trata de devolverme a la vida. Pero si existir no significa nada más que sobrevivir al sufrimiento, ¿qué sentido tiene estar en este mundo?

Y si nacer fuese una elección, ¿habría algún motivo para tomarla?

 Sé que tú tienes las respuestas, pero aunque pudieses, no me las darías. Aquí estoy, respiro y ando, duermo y como, y sigo preguntándome: ¿acaso todo termina aquí? La diferencia entre la luz de los vivos y la sombra de los muertos, ¿acaso sólo es ésta?
                                                                                                         
                                                                                                                  Bianca