viernes, 29 de marzo de 2013

Capitulo 7







Si se distraía, la mano se movía sola.

Puede que siguiera sus pensamientos ocultos. Puede que Bianca se hubiese transportado a una dimensión paralela y hubiera perdido el control de sus propias acciones.

Cerro el cuaderno de bocetos, sin llegar a borrar el retrato que acababa de pintar y que le provocaba nauseas al mirarlo, y volvió a meterlo en la mochila. Valeria llevaba un rato parloteando pero ella llevaba un rato sin escucharla, y de repente se sintió culpable.

Trató de prestarle atención, pero su mirada siempre acaba en aquel el sitio vació que una vez fue suyo. Justin había vuelto a faltar. El día de antes le había dado plantón y hoy no había ido a clase: estaba claro que no tenía ninguna intención de disculparse.

—Puede que le haya sucedido algo —pensó en voz alta.

Valeria cerró la boca y la miró.

—Pero ¿De quién estás hablando? No me estás escuchando.

—Perdona —respondió Bianca—. Últimamente no me siento muy bien.

Valeria suspiró y a continuación se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.

—No es asunto mío —comentó con un tono que sugería lo contrario—, pero si quieres mi consejo, pasa de él.

—Ahora eres tú la que habla a la ligera —replicó Bianca, esbozando una sonrisa.

—Pero si se te nota a la legua —insistió la otra chica, con un destello de malicia en los ojos.

Bianca parpadeó, perpleja. Quizás la clave de aquella extraña afirmación estaba en el monólogo que acababa de perderse.

—Te gusta ése.

—No me gusta nadie —replicó Bianca con rapidez. Sabía a quién se refería Valeria, pero no era verdad. Tan sólo estaba enfadada porque la había dejado sola en mitad de la ciudad vieja.

—Circulan rumores extraños sobre él —continuó la amiga, sin darse por enterada. Se le notaba en la cara que tenía ganas de cotillear—. De hecho, también los hay sobre ti, si te interesa saberlo.

—¿Serviría de algo si me negara? —preguntó Bianca con un suspiro.

—No.

 ¿Qué dirían de ella por ahí? ¿Se habrían enterado de su historia? ¿Y cómo lo habrían hecho? Seguro que para recabar información no era problema para aquella gente, así que era probable que lo supieran.

En ese momento alguien llamó a la puerta. Justin Bieber entró en clase con un justificante de entrada a segunda hora que la profesora firmó, echándole una mirada de reproche evidente.

 Mientras atravesaba el aula en dirección a su sitio, los ojos de Justin se encontraron con los de Bianca, que fingió no haberlo visto y continúo con la cabeza vuelta en dirección a la pizarra.

Sentía sus ojos encima.

—¿Lo ves? —le susurró Valeria con una sonrisita—. Te has puesto colorada.

Ella no respondió.

Durante la hora siguiente, mientras corría por el gimnasio junto con el resto de sus compañeras, notó que Justin no estaba con los demás chicos, entretenidos tirando a canasta.

Abandonó la fila en la que se encontraba y pidió permiso a la profesora para ir al baño.

En lugar de eso, corrió a la planta de arriba y entró en clase, debería de haber estado vacía aunque probablemente no lo estuviera.

Cuando vio a Justin sentado en su pupitre, con su cuaderno de bocetos en la mano, absorto en los dibujos que ella había hecho durante los últimos días, le entraron ganas de gritar.

—¿Quién diablos te crees que eres? —dijo en voz baja, y mientras él alzaba la mirada, le soltó una bofetada.

Justin se movió con una rapidez sorprendente y le agarro la mano justo a un centímetro de su cara.

Sobre la página blanca había un rostro.

—Eres buena —comentó él.

—Me estás haciendo daño —dijo Bianca tratando inútilmente de liberarse de la mano de Justin—. No tienes ningún derecho a hurgar entre mis cosas.

Justin la soltó.

—Y tú no tienes derecho a dibujarme a escondidas. No quiero que me retraten.

—Ese no eres tú —mintió ella, avergonzada.

Se miraron por un segundo. La expresión de Justin era indescifrable.

Bianca, que solía conocer a las personas con sólo echarles un vistazo, se sintió confundida al escrutar aquel rostro, sin conseguir leer nada en él.

Los ojos color miel estaban fijos en ella. Los labios carnosos, entrecerrados como si estuviera a punto de hablar, no expresaban ninguna emoción.

Justin se levantó y le devolvió el cuaderno.

—Me has dado plantón y ni siquiera te disculpas —exclamó Bianca irritada—. Eres un arrogante y un estúpido.

—Ayer tuve un contratiempo —replicó él—. Quedemos de nuevo esta tarde.

 Se alejó para salir de la clase, dándole la espalda con frialdad.

—Si crees que voy a ir es que estás loco —respondió ella, temblando a causa de la rabia.

Él no dijo nada más y desapareció tras la puerta.

Su perfil se recostaba sobre la piedra color crema.

Estaba apoyado contra el muro con las manos metidas en los bolsillos, la cara bronceada y los ojos cubiertos por unas gafas de sol. Llevaba puestos unos pantalones negros y una cazadora de cuero negra encima de una camiseta blanca; tenía la cabeza levantada, como si mirase al cielo.

Bianca, desde la esquina de la calle que llevaba a la catedral, se detuvo un rato a observarlo. Había pensado en hacerle esperar, para comprobar durante cuánto tiempo aguantaba, si sería capaz de esperar dos horas a que ella apareciese.

Pero ahora que estaba allí, tenía que refrenar el impulso de salir corriendo a su encuentro. Y si no iba hacia él era porque necesitaba calmarse. Ese chico le provocaba una agitación inexplicable, y eso era algo que no le hacía gracia.

—Hola —le dijo cuando se decidió a descubrirse.

—Entonces has venido —respondió él, esbozando una sonrisa.

—Para hacer el trabajo.

—Claro. Para hacer el trabajo —repitió Justin.

Entraron juntos en la catedral desierta y en penumbra, y Bianca sacó el distanciómetro y un cuaderno para apuntar.

—Tú tomas las medidas y yo anoto —propuso ella.

La idea de usar aquel artefacto no le gustaba ni pizca. Y además, por lo que parecía, él debía de tener práctica, porque lo encendió y lo puso en marcha en un segundo, como si lo hubiera hecho miles de veces.

Trabajaron unos minutos en silencio y Bianca comenzó a relajarse. El resplandor de las velas y el aroma a incienso y a flores era agradable. Le recordaba que, antes o después, a todo el mundo le llegaba su hora. Y que casi cualquier gesto, cualquier emoción, perdía su importancia con el paso de los años. Estaban hechos de sombras, y la carne y la sangre que acarreaban no era más que una ilusión.

Mientras estaba absorta en sus pensamientos, sintió una mano en el hombro que la hizo estremecer.

—No puedo gritar para llamarte —dijo Justin—. Sígueme.

Entraron en una pequeña capilla lateral y se sentaron en uno de los bancos, uno junto al otro.

—¿Qué te parece si hacemos algún boceto de este rincón? Me parece más interesante —sugirió el, ya con el cuaderno en las rodillas.

Bianca asintió y empezó a dibujar. Sólo se escuchaba el rumor de sus lápices recorriendo el folio, sonidos breves y secos procedentes de la mano de Justin, y más largos y ligeros de la de Bianca. De vez en cuando, ella miraba de reojo su trabajo, curiosa por comprobar que tal se le daba. Notó que sus líneas eran rápidas y seguras, tan nítidas como las de un arquitecto. El dibujo de la capilla era perfecto, sólido y limpio.

—Eres buenísimo —comentó con admiración. Miró su propio boceto y le pareció un manchurrón, lleno de borrones y tachaduras.

—Solamente las cosas inertes —matizó Justin—. Jamás podría dibujarte un retrato que se pareciera al que tú me has hecho.

—Ya te he dicho que no era tu retrato —replicó Bianca, irritada.

No obstante, lo dijo menos convencida que por la mañana.

El sonrió y dejó de dibujar.

—De acuerdo.

—¿Vas a estudiar para ser escenógrafo? —le preguntó ella, cambiando de tema.

La sonrisa de Justin se borró.

—No creo.

—Deberías.

—¿Qué me dices de ti? ¿Qué vas a hacer cuando termines el instituto? —le preguntó él, a la vez que se volvía para mirarla.

Había tristeza en los ojos de ambos. Estaban pensando en el futuro y a ninguno de los dos le gustaba el tema, quizás porque ninguno de ellos veía nada que no fuera oscuridad frente a sí.

—No me importa —respondió.

—Eso no es una respuesta —observó Justin— ¿Quieres casarte? Bianca se echó a reír como si fuera una idea de locos.

—¿Esa es la idea que tienes de un proyecto de futuro?

—Puede. Antes o después, casi todo el mundo se casa.

—Y todos se divorcian. O se traicionan. O se hacen daño —contestó ella. Negó con la cabeza y añadió—: No gracias, no es una buena idea.

Los dos guardaron silencio y retomaron el trabajo. Pero Bianca no conseguía dejar de pensar y las palabras se le escaparon de la boca sin querer.

—Nunca he estado enamorada.

—Ni yo.

Se sonrieron. Al menos tenían algo en común.

—Pero estoy enamorada del arte —agregó ella—. Cuando entro en un museo, me siento como en casa.

Los ojos de Justin se iluminaron.

—A mí también me pasa —afirmó—. Pero cada vez que voy a uno tengo que buscar mi obra especial. Un cuadro o escultura que pueda llevar conmigo para siempre.

—Qué raro —comentó Bianca, con cara de curiosidad.

—Quizá. Pero cuando estás rodeado de arte parece que nunca pueda sucederte nada malo.

—Es como si el tiempo se hubiese detenido —añadió ella, asintiendo.

Justin extendió la mano hacia ella pero la dejo suspendida en el aire, como si estuviera decidiendo que hacer. Después, cogió entre dos dedos un mechón de pelo que le tapaba la cara y se lo echó hacia atrás.

—Siempre te escondes —le dijo.

—Y tú.

Bianca agachó la cabeza y dejó que él le acariciase la mejilla. Al sentir el tacto de su piel y sus dedos deslizándose sobre la suya propia, tuvo que cerrar los ojos. Estar allí con él, en la capilla perfumada de incienso, tenía un no sé que de irreal.

Escucharon los pasos de los fieles que entraban en la catedral para la misa de las seis y se sentaban en los bancos, dispuestos a rezar.

A continuación, el órgano comenzó a sonar y la voz del cura vibró entre las naves de la iglesia.

Pero los sonidos y las voces parecían distantes y extraños, correspondían a un mundo que no podía alcanzarlos. Un mundo al que no pertenecían, pero no pasaba nada.

Bianca todavía notaba el calor de Justin en su rostro. Le cogió la mano entre las suyas y la observó, recorrió las líneas de la palma de su mano con un dedo, como si quisiera estudiar todos los detalles. Empuñó el lápiz y pasó la página del cuaderno, comenzando a reproducir las formas que había tocado. Con algunos trazos expertos, mientras Justin la miraba embelesado, dibujó la mano que había acariciado. Era nerviosa, era fuerte, era la mano de un chico pero también de un hombre.

—¿Qué haces? —preguntó él.

Le ponía incomodo que dibujasen partes de su cuerpo.

—Te lo he dicho —susurró Bianca, cerrando el cuaderno—. Detengo el tiempo. Y además, tienes unas manos muy bonitas.

El silencio volvió a envolverlos, sin timidez; con muchas preguntas.

—Vamos —dijo Justin, poniéndose de pie con brusquedad. Su lápiz cayó al suelo con un ruido desafinado.

Se dirigió a la salida sin detenerse a recogerlo. Bianca lo siguió a regañadientes y una vez fuera, la luz de la tarde le obligó a entornar los ojos.

Él ya había llegado al final de la escalinata de la catedral, casi corría.

—Pero, ¿qué mosca te ha picado? —le preguntó a gritos.

—Nos vemos en el instituto —respondió él, girándose sin detenerse—. Yo diría que por hoy hemos hecho bastante.

—No tiene sentido —volvió a gritar ella.

Bianca no sabía qué más decir. Lo observó marcharse a toda prisa y esperó a que al menos se diese la vuelta otra vez.

No lo hizo.

Ella volvió a sentir esa sensación de frió, como si alguien hubiese abierto una puerta en la noche y hubiera dejado que el calor del fuego se desvaneciese.

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Bueno chicas, pues hasta aquí los capítulos de hoy, aquí en España, es tarde, muy tarde.. Y bueno, espero que os guste muchísimo la novela, y que por favor, me comentéis tanto en tuenti, como en twitter.
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Cunado llegue a los 15 comentarios, subiré los siguientes capítulos.
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Besos!
Peace & Love.


Capitulo 6





—E ntonces, ¿cómo te encuentras?

Su madre usaba un tono sospechoso. Demasiado alegre, demasiado ligero. ¿Dónde habían quedado los meses de silencio y llanto solitario? Bianca suspiró en el auricular, imaginando al hombre de pelo entrecano que le secaba las lágrimas. Que conseguía lo que ni ella, su hija, ni su marido, habían sido capaces de hacer: devolverle la sonrisa.

—Estoy bien. El instituto no está mal.

Hacía girar con las piernas el sillón con ruedas en el que estaba sentada ante el escritorio, a la vez que acariciaba la tortuguita de escayola que descansaba junto al ordenador.

Había pensado pintarla de colores, pero luego le había parecido mal alterar la obra del artista desconocido.

—¿Y tu padre? ¿Cómo está?

—Pregúntaselo a él —respondió Bianca.

Hacer de espía no iba con ella. Su padre estaba como de costumbre, enterrado en sus papelotes. Y no sospechaba ni lo más mínimo que su mujer le estuviera poniendo los cuernos.

—Oh, ya sabes que no habla mucho —replicó su madre con tono resignado.

—Bueno, pues la verdad es que tú tampoco —añadió Bianca.

En los últimos doce meses, antes del traslado, antes de la escena del restaurante, su madre había pronunciado una media de diez palabras al día. Las había contado. Casi cuatro mil palabras al año para mascullar lo indispensable antes de volver a encerrarse apresuradamente en su dolor egoísta.

—Estamos hablando, ¿no? —replicó su madre, resentida.

Seguro que no quería que le echaran nada en cara. Era imposible tratar de discutir acerca de sus errores.

—Por fin te has decidido a comunicarte con nosotros —dijo Bianca con un tono resignado.

Sin darse cuenta, había abierto el cuaderno de bocetos y había comenzado a trazar un rostro.

—Estoy tratando de arreglar las cosas. Con vosotros lejos, me resultará más sencillo recomponerme. Sabes que aquello que sucedió hace un año...

—No quiero hablar de eso. Ahora no —la interrumpió Bianca, alterada.

Para ella era imposible afrontar el tema del accidente. Era algo que había encerrado en su interior y allí era donde debía permanecer. Y, de todas formas, no quería hablar de eso con ella, porque era posible que en ese momento tuviera junto a ella al hombre de pelo gris y, por eso, sólo por eso, se sintiera más fuerte.

—Como quieras —accedió su madre—. Bueno, ahora tengo que irme, tengo una reunión, en el colegio.

«Si, claro»

—Hasta pronto.

—¿Bianca?

—¿Sí?

—Sabes que puedes volver cuando quieras. Aquí siempre me tendrás a mí, a tus amigos, tu cuarto.

«Allí no queda nada de nada.»

—Gracias, lo sé —respondió, sin dejar de dibujar.

Por fin consiguió despedirse y colgar el teléfono. Odiaba esas llamadas, respondía únicamente para que su padre no sospechara. Decidió que, de ahora en adelante, dejaría el móvil en casa para evitarlas mejor.

Tuvo que contener el llanto. Después miró el dibujo, para darse cuenta de que el rostro que había trazado tenía unos rasgos familiares; se dio prisa en borrarlo, pero lo hizo con tanto ímpetu que rasgó el folio.




El casco antiguo estaba protegido por unas murallas macizas y elevadas de piedra clara que al atardecer se teñían de los tonos dorados del sol y, de noche, se volvían anaranjadas a la luz de las farolas. En el exterior, el tráfico y las tiendas de la vida moderna. Dentro, un dédalo de callejuelas pobladas de individuos de mirada curiosa, que advertían rápidamente la llegada de un extraño por el simple hecho de que allí todos se conocían desde hacía generaciones.

Bianca caminaba con la cabeza baja. O al menos, eso intentaba. Su padre le había advertido al menos veinte veces que tuviera cuidado, que no se pusiera colgantes ni reloj, que aquellas calles estrechas eran famosas por los robos realizados con maestría, a la velocidad de la luz. Cada vez que sentía el ruido de una moto que se aproximaba, se apretaba contra la pared y siempre se quedaba pasmada al comprobar que eran niños de diez u once años los que conducían esos tanques enormes, a menudo apoyados en una sola  rueda. Solían montar de dos en dos, incluso de tres en tres, e iban a todo gas por los callejones gritando y riendo, envolviendo a Bianca en una nube de humo negro.

Andar mirando al suelo era difícil. Cada esquina despertaba su curiosidad y las personas sentadas a la puerta de las casas le hacían gestos de saludo, como si la conocieran, mientras le daban un repaso de los pies a la cabeza.

El aire estaba impregnado de aromas de cocina, probablemente ya se pensaba en la cena aunque sólo fueran las cinco de la tarde. De hecho, en las cocinas a la vista se distinguían grupos de mujeres más o menos numerosos, mientras que los hombres jugaban a las cartas, entre ellos.

A Bianca todo le fascinaba. Hasta el punto de que ya no tenía ni la más remota idea de dónde había ido a parar. El plano que llevaba en la mano era indescifrable, puesto que ignoraba dónde quedaba el mar. Miró a su alrededor y vio a una viejecita minúscula delante de una mesa de madera montada sobre dos caballetes. Uno a uno, a paso de tortuga, estaba dando forma a unos cavatelli de pasta fresca.

—Perdone, señora —le preguntó Blanca—. ¿Por dónde queda la catedral?

—Está por allí —respondió ella señalado con un dedo arqueado y enharinado—. Está cerca. ¿No quieres llevarte unos cavatelli recién hechos? Son el mejor souvenir de la ciudad.

Bianca no sabía qué responder. Pensó en negarse, pero luego sonrió. Quería los cavatelli de la viejecita. Eran como pequeñas esculturas, obras de arte para la vista y para el gusto.

La viejecita echó una cantidad generosa en una bolsita de plástico. Mientras Bianca le tendía un billete para pagar, la señora le hizo un gesto para que esperase y entró en casa. La podía ver a través de la cortina de falso encaje blanco, mientras trajinaba entre cacharros y hornillas, buscando algo.

Cuando salió, llevaba en las manos un bote lleno de líquido rojo.

—Ésta es la salsa. La he hecho esta mañana, se la pones con un poco de queso pecorino —le explicó sonriendo, orgullosa—. Esto a los turistas no se lo hago —y le guiñó un ojo.

Bianca sonrió y continuó su camino abrazada al bote. De vez en cuando lo abría para aspirar su contenido y de nuevo sentía el aroma a casa ajena, a sol, a albahaca.

Cuando divisó la catedral, se detuvo.

Tenía que verse allí con Justin y aquello la ponía nerviosa. Había comprado el distanciómetro, después de averiguar en qué tipo de tienda podían venderlo, y lo llevaba en la mochila junto a su viejo metro de madera, que le inspiraba más confianza.

Se aproximó al lugar de la cita con calma, esperando ver al chico en la escalinata de la catedral, pero en lugar eso se encontró con un grupo de niños jugando al fútbol. 

Decepcionada, se sentó en una esquina a esperar, confiando en que el balón no le diera en la cara. Los niños utilizaban como portería un nicho decorado con inscripciones en latín; Bianca se sobresaltaba cada vez cada vez que la pelota golpeaba la piedra antigua.

Las cinco y media se convirtieron en las seis con una lentitud exasperante. Las campanadas que anunciaban la misa de la tarde sonaron, y muchas viejas vestidas de negro subieron las escaleras en grupo. Bianca bufó de impaciencia, mientras se preguntaba cuál sería el motivo de aquel retraso absurdo. Y también cuánto tendría que esperar. Para matar el tiempo, decidió entrar en la catedral para echar una ojeada y hacerse una idea del trabajo.

El edificio la impresionó con su estilo románico lineal y etéreo, de  arquitectura elegante pero sobria. Paseó por las naves, echando vistazos nerviosos en dirección a la entrada, con la esperanza de ver aparecer a Justin.

Pero cuando volvió a sentarse en los escalones del exterior, el reloj marcaba las siete. Llevaba allí casi dos horas y no había ni rastro de él. Se levantó después de un rato, sabiendo que era inútil seguir esperando, y el balón llegó hasta ella, deteniéndose junto a sus pies.

—¡Venga! ¡Pásamela! —le gritó uno de los niños al pie de las escaleras, agitando los brazos en dirección a ella.

Bianca le dio una patada al balón con tanta violencia que lo mandó a la otra punta de la calle, levantando una ola de protestas incomprensibles y silbidos por parte de los pequeños y sudados jugadores.

Ignorándolos, se apresuró a desandar el camino, prestando atención a no equivocarse. El sol se estaba poniendo y no le apetecía en absoluto encontrarse en las callejuelas a oscuras. Giró en una esquina y tras recorrer un buen tramo de la calleja se dio cuenta de que, para atravesarla, tendría que pasar en medio de grupo de chicos reunidos alrededor de unas motos delante de una especie de bar, que gritaban como si estuviesen peleándose.

Por un instante, Bianca pensó en dar media vuelta, pero tenía miedo de tomar un camino equivocado si cambiaba de calle. Así que continuó hacia delante, con la cabeza gacha y la esperanza de que no se fijaran en ella.

No estaría mal ser invisible, tanto en aquella situación como en otras tantas en las que se veía obligada a enfrentarse a la gente. A enfrentarse al hecho de que no era únicamente una sombra, tal y como hubiera deseado, sino una persona de carne y hueso a la que los demás podían cerrar el paso.

—Oye, guapa —la llamó uno mientras pasaba a su lado—, ¿adónde vas?

Bianca no respondió y continuó caminando, a la vez que apretaba un poco el paso.

Uno del grupo se echó a reír con sorna y se refirió a ella en un dialecto. Ella intuyó lo que significaba: «escarabajo». Iba vestida muy distinta a las chicas del casco antiguo, quienes vestían con escotes exagerados, pantalones ajustados y colores estridentes. Probablemente se habían fijado en ella por ese motivo.

Bianca se mordisqueó una uña y mantuvo el paso, pero, después de un rato, se dio cuenta de que dos de los chicos la seguían. Caminaban uno junto al otro y se reían, como si estuvieran a punto de hacer alguna trastada. Cuando ella se giró para comprobar de dónde provenía el ruido de los pasos, le guiñaron un ojo.

—Venga, para —exclamó uno de ellos—. De verdad que no mordemos. Vamos a charlar un rato.

Presa de la agitación, el corazón de Bianca latía con fuerza. Siguió caminando, de hecho, casi corriendo. Al escuchar al chico, una señora se asomó a una ventana y les gritó algo en un dialecto cerrado y enfadado.

Uno de los dos le respondió entre risas.

—Métete en tus asuntos, María.

Bianca echó a correr. La última vez que lo había hecho había sido el día que descubrió a su madre con su amante. Sus piernas respondieron de inmediato, raudas y veloces, pero los dos extraños la siguieron sin mucho esfuerzo.

—Mira cómo corre el escarabajo —exclamó uno de los chicos.

—Oye —le dijo el otro—, ¡para! Antes o después te atraparemos.

Bianca desembocó en la plaza principal y divisó su Vespa aliviada.

Quitó la cadena de la moto y se montó de un salto. Los dos chicos se mantuvieron a cierta distancia pero continuaron observándola y llamándola. Con la cara ardiendo y sin enterarse de nada, Bianca aceleró e hizo saltar la patilla un segundo antes de salir pitando tan deprisa como pudo.

Llegó a casa corriendo y se metió en seguida en su habitación, furiosa consigo misma, no por haber sido tan inconsciente como para andar a esas horas por los callejones del casco antiguo, si no por haberlo hecho por culpa de Justin. Por haberlo esperado más de dos horas sólo para no admitir que estaba decepcionada y ofendida porque no se hubiera presentado a la cita.

Abrió la mochila en busca del cuaderno de bocetos y se dio cuenta de que, con las prisas de la fuga, el bote de tomate se había abierto, derramando el contenido sobre sus cosas. Las páginas blancas estaban manchadas de salsa roja y también el estuche y unos libros que llevaba encima. Trató de recuperarlos y de limpiarlos lo mejor que pudo con unos pañuelos, pero sus manos se tiñeron de rojo y el corazón se le puso en la boca.

Sintió un sudor helado en la frente.

«Un lago de sangre»

Presa del pánico, corrió hasta el baño y se metió en la ducha. Abrió el grifo al máximo y sintió el chorro caliente que le empapaba el cabello y la ropa, llevándose consigo las manchas rojas. Cerró los ojos para calmarse, pero cuando fue consciente de su reacción, se puso a llorar mientras el agua seguía cayendo.

Se quedó así un buen rato, hasta que escuchó una puerta abrirse y comprendió que su padre había llegado. Salió de la ducha y se desnudó lentamente para librarse de la ropa mojada, tratando de evitar el espejo por miedo a no reconocerse en el reflejo.





Querido Daniele:

Desde que te fuiste, es como si estuviera muerta.

Pero sigo sintiendo dolor, un dolor sordo, como de fondo, que trata de devolverme a la vida. Pero si existir no significa nada más que sobrevivir al sufrimiento, ¿qué sentido tiene estar en este mundo?

Y si nacer fuese una elección, ¿habría algún motivo para tomarla?

 Sé que tú tienes las respuestas, pero aunque pudieses, no me las darías. Aquí estoy, respiro y ando, duermo y como, y sigo preguntándome: ¿acaso todo termina aquí? La diferencia entre la luz de los vivos y la sombra de los muertos, ¿acaso sólo es ésta?
                                                                                                         
                                                                                                                  Bianca                                                            

miércoles, 27 de marzo de 2013

Capitulo 5





 C uando esa mañana entró en clase, su sitio habitual estaba ocupado.

En él había un chico desconocido más alto que el resto.

Bianca lo miró y por un segundo no consiguió apartar la vista de sus ojos color miel y serios. Él la escrutó como preguntándose por qué demonios lo miraba tan fijamente. Alzó el mentón un milímetro, pero no era un gesto de saludo.

—Estás sentado en mi sitio —le dijo ella, inclinando la cabeza ligeramente, para que el pelo le cubriese el rostro.

—Yo no veo tu nombre escrito en ningún lado.

La respuesta fue tan inesperada que Bianca se quedó con la boca abierta, como los peces que veía todos los días en los puestos de debajo de su casa.

—Pero yo…

—Búscate otro sitio. Quiero quedarme con este —la interrumpió él con cara de pocos amigos.

Ella sintió que la cara le ardía, pero no dijo nada. Se escabulló hasta el único sitio libre, junto a Valeria, con los ojos inundados de lágrimas e indignación. Había reprimido el impulso de darle una bofetada tan sólo porque había visto en sus ojos algo que no le gustaba. Tenía la mirada turbia.

—Ése es el otro chico nuevo —le siseó Valeria—. Vaya con el tío, me da escalofríos.

Bianca, todavía con el corazón agitado, se giró ligeramente para mirarlo. Él había permanecido inmóvil y absorto, con la mirada puesta en la pizarra.

—Aunque es muy guapo —añadió Valeria con una risita maliciosa

—. ¿No te parece?

—No —mintió Bianca.

—Yo creo que pasa drogas.

—Yo creo que es un completo gilipollas—replicó Bianca, pensando que se comportaría como un matón con el resto de la clase.

Pero durante las dos primeras horas, el chico no se movió. Parecía escuchar cada palabra. Cuando la profesora pasó lista, él respondió «presente» al escuchar el nombre de Justin Bieber. Tenía una voz cálida y firme. No sonreía, no buscaba a los demás con la mirada.

Durante el recreo desapareció. Mientras Bianca seguía a Valeria en su habitual ronda de reconocimiento en busca del rapero retaco, se encontró a sí misma buscando sin querer a Justin entre la gente, pero era como si se hubiese esfumado.

Después, en el patio, lo localizó en una esquina, donde estaba leyendo una revista de coches y motos. Parecía no darse cuenta de que medio instituto lo estaba observando. La mitad femenina. Había una gran expectación entre las chicas, quizá porque Justin parecía creado con la intención de probar si la combinación guapo—y—misterioso surtía efecto entre ellas. Así era. Él no miraba a nadie y todas lo miraban a él.

Bianca estaba mosqueada. Era algo insoportable.

—¿Nos vamos, por favor? —preguntó a Valeria. Ni siquiera esperó a que le contestase, simplemente se dio media vuelta y regresó a la planta de arriba, a la clase.

A la salida del instituto el espectáculo continuó. Justin tenía una moto deportiva negra aparcada en medio de un mar de ciclomotores juveniles. Era un modelo caro, perfilado por el viento —o al menos ésa era la sensación que había querido transmitir el diseñador— que cuando arrancaba emitía un estruendo seguro y profundo, similar al rugido de un tigre, algo que provocó que la mitad del instituto se girase, la mitad masculina esta vez.

Justin se puso el casco negro sin mirar a su alrededor. Respondió con monosílabos a las preguntas curiosas de los chicos que se habían congregado en torno a él, parecía fastidiarle llamar tanto la atención, tenía la mirada fija en el cuentaquilómetros.

A Bianca le pareció un falso. Si no quería hacerse notar, podía haber venido a pie, en lugar de dar caña a ese monstruo horrible delante de todos.

Lo observó escabullirse entre la multitud, bajando la visera negra y acelerando al máximo tan pronto como se hizo un hueco en la calle frente a él.

—A Bianca Prandi le toca con… —la profesora de Arquitectura, la Parisi, recorrió un listado escrito en una hoja fotocopiada— …Justin Bieber. Para el trabajo sobre la catedral tendréis que…

—No.

Bianca la había interrumpido con brusquedad. Se dio cuenta de que había alzado la voz y se ruborizó, avergonzada. Todos la estaban mirando con cara de interrogación.

—¿Qué mosca te ha picado? —le susurró Valeria.

—Perdóneme, profesora —repuso ella, mientras tragaba saliva varias veces en un intento por mantener el control. El corazón le latía demasiado deprisa, seguramente la voz le temblaba—. No creo que pueda ser la pareja de Bieber. Para el trabajo, me refiero.

Alguno se rió, pero la profesora parecía perpleja.

Justin, en su pupitre, la observaba con expresión neutral. Como si ni siquiera la viese. Era como si su protesta no le perturbase en absoluto.

—Es decir, yo… —añadió ella— preferiría a alguien que fuera de por aquí, para conocer mejor la ciudad…

Era una excusa barata, pero pareció surtir efecto porque la profesora arrugó la frente y volvió a ojear el listado.

—Lo siento, Prandi —concluyó—. Desgraciadamente, las parejas para los trabajos en grupo se formaron el año pasado. Si te pongo con otra persona, Bieber se queda colgado. Estoy segura de que con un buen plano y quizá una guía os resultará divertido descubrir la ciudad vieja solos.

A continuación, sin dejar lugar a réplicas, pasó a explicar el proyecto, que consistía en realizar unos alzados del monumento que cada pareja tenía asignado.

Bianca estaba furiosa. Se escondió detrás del pelo y sin que nadie la viera, se colocó los auriculares del reproductor Mp3 en los oídos y puso la canción «Brain damage» de Pink Floyd a todo volumen. Tengo un loco en la cabeza.

Dejó que sonara el timbre, que cambiase el profesor una vez y dos, hasta el recreo, limitándose a dibujar como una posesa en el cuaderno de bocetos.

—Joder, sí que te lo has tomado mal —comentó Valeria, sabiendo que no la podía escuchar y observando la imagen de un gran cementerio que su amiga estaba componiendo en la página. Tumbas, cruces, lápidas y cuervos negrísimos posados por doquier. La chica fingió no haber visto que en una de las lápidas aparecía escrito «Justin Bieber» y se marchó sola al patio, imaginando que Bianca no quería ser molestada.

Cuando, a pesar de los auriculares, notó que a su alrededor se había hecho el silencio, Bianca dejó caer una lágrima. Fue a parar al cuaderno, donde se convirtió en un charco que emborronó las líneas de lápiz, parecidas a surcos negros. Se las secó rápidamente. En el fondo, no eran más que deberes. Podían hacerlo deprisa y dejarlo ahí, no tendrían que confraternizar mucho. Ni siquiera sabía por qué había reaccionado de ese modo. Por supuesto que no era la primera vez que tenía que véselas con un compañero de clase que se creía el amo del mundo. De su pequeño y estúpido mundo.

Levantó la cabeza y se libró del pelo que le tapaba la cara, como si se sintiera más segura sólo de pensar en ello. Y se lo encontró de frente.

Estaba sentado en la mesa del profesor, leyendo su revista habitual de coches y motos.

Bianca no tuvo tiempo de hacer nada porque él alzó la mirada y la observó. Estaba moviendo los labios para decirle algo, pero la música estaba todavía demasiado alta como para escuchar sus palabras.

Lo vio bajar de la tarima y dirigirse hacia ella, así que se volvió a ponerse a dibujar, insistiendo tanto con el lápiz sobre la misma línea que casi agujerea el papel.

Justin alargó una mano y ella advirtió el calor de su piel sobre su propio rostro, sin osar a moverse para apartarse. Le quitó uno de los auriculares, tirando ligeramente del cable y rozándole la oreja.

—Te preguntaba que que estas escuchando—le dijo.

—No es asunto tuyo —dijo ella cuando recuperó la voz. No le gustaba la posición dominante que él ocupaba, de pie, observándola desde arriba.

Justin no se ofendió por la respuesta pero no se detuvo ahí. Se puso a examinar el dibujo y luego se echó a reír, a la vez que señalaba su propia tumba. Bianca escuchó su risa mezclada con la letra y los acordes de Pink Floyd, era un efecto extraño. Se quitó el otro auricular.

—¿Qué es lo que te hace tanta gracia? —estalló—. Significa que me gustaría verte muerto.

—No eres la única —comentó él. Bianca pensó que era el típico chiste de machote que se cree el centro del universo y soltó un bufido—.¿Se puede saber qué he hecho para que la hayas tomado conmigo?

—¿Y tienes la cara tan dura como para preguntármelo?

Él parecía no comprender. De repente, sus ojos centellaron, como si ya se acordara.

—El sitio.

—Querrás decir mi sitio.

—La única otra silla que estaba libre era junto a esa tía tan charlatana —le explicó él— Eres una chica, estarás bien.

Bianca no respondió. No trató de explicarle que la prepotencia no se justifica de ningún modo y que clasificar a los demás tomando como única base los órganos genitales era un criterio totalmente machista. Se calló y volvió a mirar su dibujo como si concentrándose lo suficiente pudiese introducirse dentro de él.

—Te propongo un trato —continuó Justin —. Tú me dices lo que estás escuchando y yo te enseño lo que estoy leyendo.

—Veo perfectamente lo que estás leyendo, ni que fuera ciega.

—Bueno, las apariencias engañan —replico él.

A Bianca le picó la curiosidad. ¿Qué quería decir? Y sobre todo, ¿por qué aquel tío estaba allí charlando como si fuera un viejo amigo cuando hacía días, desde que había llegado, que no le dirigía la palabra a nadie?

Pensó que, de todas formas, iban a tener que hacer el trabajo juntos, por lo que asintió, tomándose aquel juego como una especie de tregua conveniente.

—Estoy escuchando música clásica —mintió. Él emitió un silbido de admiración (o de burla) y abrió su revista por la mitad. Se la puso delante y ella comprobó que en el interior había unas fotocopias.

Bianca leyó algunas líneas, parecía un ensayo sobre escenografía. Hablaba de espacios, volúmenes, entradas y salidas.

—¿Qué demonios es esto? —preguntó, perpleja.

El potencial de los espacios —respondió él, al tiempo que se sentaba a su lado en el pupitre.

Bianca apartó la silla para distanciarse.

— ¿A ti no te gusta el espacio?

—Sí, cuando los demás no me lo invaden —respondió ella, satisfecha de tener la réplica preparada. Le sucedía raras veces, y casi siempre era producto de la rabia.

—Entiendo que eres de las que prefieren ir por libre. Me parece bien —dijo él— Pero tenemos que hacer un trabajo juntos y deberíamos llegar a un acuerdo ventajoso para ambos. Ç

Bianca cerró el pico. Él saco su cartera del bolsillo de atrás de los vaqueros y la abrió. Sacó dos billetes de cincuenta y ella tuvo la ocasión de comprobar que allí dentro había muchos otros iguales.

—Si piensas que puedes comprarme, tú…—dijo, irritada.

—Un distanciómetro —la interrumpió él a la vez que le tendía el dinero.

—¿Qué? —Bianca estaba confundida. ¿De qué estaba hablando? 

Él suspiró.

—Para hacerlo más rápido, nos hace falta un medidor láser. ¿No querrás ponerte a medirlo todo a mano verad? Ella parpadeó.

—¿No?

—No. Yo no tengo tiempo de comprarlo. ¿Puedes encargarte tú? —dijo él, que seguía tendiéndole el dinero—. Imagino que nunca has estado en una obra. Es un aparato que sirve para tomar medidas simplemente apuntando con un láser.

—Vale —consiguió decir Bianca—. Un distanciómetro.

—Perfecto. Con eso lo haremos en un segundo —explicó él, satisfecho— No quiero empezar con una mala nota.

Justin notó la expresión escéptica de Bianca y le sonrió.

—¿Qué pasa? ¿Pensabas que me importaba una mierda?

—La profe dice que estás repitiendo —le replicó ella, y vio que le había dolido.

La mirada de Justin se nubló por un instante y sus ojos se volvieron turbios y lejanos de nuevo.

—He estado enfermo —dijo en voz baja. Había vuelto a alzar el mentón como el día que se habían visto por primera vez, y Bianca se sintió incómoda. Tuvo que refrenar el impulso de apartar aún más la silla sólo porque temía ofenderle—. Muy enfermo. Perdí demasiados meses de clase y tuve que repetir curso.

—Lo siento —dijo ella, y lo dijo sinceramente. Se preguntó si se habría repuesto del todo o si sería una de esas enfermedades horribles que te consumen hasta que mueras. 

Lo analizó pero no fue capaz de ver en él ninguna señal de mala salud. Tenía el pelo castaño, con mucho brillo y hacia arriba. Sano. Un tono de piel saludable, de los que pasan mucho tiempo al aire libre. La mirada brillante e inquieta no dejaba translucir ningún tipo de debilidad.

Cuando sonó el timbre y Justin volvió a su sitio, le vio abrir la revista de coches y continuar leyendo las fotocopias sobre escenografía. Era de nuevo el chico impasible y distante, y así lo hallaron los compañeros que regresaban del recreo.

—Por Dios, ¿es que sólo lee esa mierda de revista? —comentó Valeria, sentándose.

Mientras le contaba los últimos cotilleos que había recopilado en el patio, antes de que el profesor los hiciera callar a todos, Bianca borró el nombre de Justin de la tumba usando la pequeña goma del extremo del lápiz.

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Bueeeeeeeeeno! Ok ya.. xD
Aquí en España son las 00:38.
He estado escribiendo duramente para vosotras.. e.e xDD
Bueno chicas, resumiendo que espero que os encante la novela, por fin salió Justin y se conocieron e.e :333
Deciros que ahora lo que viene es oinwh`gihruheorh Ok ya.. 
Y que nada, que me dejéis comentarios en Tuenti: Believe Olga Believe o en Twitter: OlgaJustSwag.
Cuando llegue a 15 en total de comentarios pidiéndome el siguiente, subo capítulos  :D
Peace & Love.

Capitulo 4





¡C umpleaños feliz, cumpleaños feliz!
El cántico de los chicos terminó con un estruendo de aplausos y carcajadas. Sobre uno de los pupitres del centro de la clase había una tarta con velas y, dispuesta a soplarlas, Carla Parente, una chica de cabello rubio y corto que sonreía a sus compañeros y a la profesora Santoro.

Bianca observaba las dieciocho llamitas desde su posición apartada y cuando se apagaron, sintió una punzada en el corazón. Dentro de poco también le tocaría a ella cumplir la mayoría de edad y podría decidir si quedarse o marcharse. Al menos en teoría.

—¿Vendrás a la fiesta, Bianca? —le preguntó Valeria, agitando la tarjeta de invitación que Carla acababa de repartir en la clase.

—Quizá —respondió ella con vaguedad. Detestaba las fiestas, sobre todo las de cumpleaños, aunque no siempre había sido así.

—Deduzco que no —añadió Valeria—. Deduzco que no eres la típica chica que va a la discoteca y demás eventos.

—Efectivamente, no —suspiró Bianca. Carla estaba cortando la tarta y distribuyendo las porciones en platos de plástico, mientras la profesora fingía estar enfadada porque le estaban restando tiempo a su clase. A juzgar por la sonrisa que iluminaba su cara, debía de ser una de esas profesoras que se emocionaba siempre con el cumpleaños de sus alumnos.

—No vas a la playa y no vas a fiestas —continuó Valeria con tono jovial y despreocupado—. Entonces, ¿qué haces para divertirte?

Parecía realmente interesada en el tema y Bianca se preguntó por qué. En el fondo, llevaban juntas en clase muy pocos días. Eran dos extrañas encerradas en un mismo lugar por pura casualidad. Pero Valeria despertaba su curiosidad. Las pecas que tenía en la cara parecían fuegos artificiales. Toda su personalidad desprendía alegría, como si viviera en una navidad eterna, con la excitación de los regalos, de las sorpresas, de estar junto a las personas queridas.

Por un segundo, Bianca la envidió.

—Me gusta dibujar y escuchar música.

—Ya, y a mí también. Pero yo me refería a lo que haces para divertirte con los demás. Ya sabes, con la gente, con nosotros, los mortales.

—Yo diría que nada. No conozco a nadie.

—Me conoces a mí.

—Es cierto, pero en el fondo no te conozco, ya sabes a lo que me refiero.

—Para nada —respondió Valeria. El resto de la clase estaba coreando a gritos el nombre de Santoro y las dos chicas se distrajeron de su conversación para ver lo que estaba sucediendo.

—¡Porfa profe! —le suplicaba el imbécil de Leo. Un equipo de música portátil había aparecido de la nada—. ¡Solo cinco minutos, para celebrarlo!

—Ni hablar —se negó la profesora, entre risas. Luego se detuvo a pensarlo un momento—. Al menos que alguno de vosotros le apetezca entretenerse conmigo después de clase, para echarme una mano y poner orden en el aula del tercer piso.

Un «noooooooo» rotundo retumbó contra las paredes del aula.

Bianca levantó la mano.

—Yo me quedo —anunció, y el coro se transformó en una nueva explosión de entusiasmo.

Leo encendió el equipo y puso un tema de house muy conocido, una música machacona que obligó a la Santoro a refugiarse en su mesa, entre los papeles.

Todos bailaban menos Bianca.

—¡La verdad es que estás como una cabra! —le gritó Valeria, que brincaba a su lado—. El aula del tercero es una catacumba de la que no saldrás viva.

Ella se encogió de hombros mientras esbozaba una sonrisa. Volver a aquella casa ajena, sola, no era demasiado alentador. Así al menos tendría algo que hacer, fuera lo que fuera. Y quizá, con suerte, los demás la tacharían de empollona o de lameculos y mantendrían las distancias con ella. Era difícil acostumbrarse a aquel buen rollo que hacía que todos parecieran tan amigos.

—¿Prandi? —la llamó la profesora—. Ya que pareces tener un cociente intelectual más elevado que el de tus compañeros, ¿te importaría echarme una mano también con este listado? Será un minuto.

Bianca asintió y se acercó.

 —Veamos, díctame las faltas de Bieber, dime las fechas exactas.

Mientras recorría con el dedo las líneas horizontales del listado, Bianca pensó que aquella tarea era completamente inútil. Desde principio de curso, Justin Bieber no había ido a clase casi nunca. De hecho, ella nunca lo había visto. Se limito a dictar las fechas a la Santoro sin hacer preguntas.

—Se está pasando —comentó la profesora, mientras escribía con rapidez —. Sé que repitió un año en su antiguo instituto. Si sigue así, tendremos que avisar a la familia.

Le gustaba el instituto desierto.

Bianca caminaba por los pasillos y escuchaba el resonar de sus pasos sobre las baldosas. Las puertas estaban cerradas, las luces apagadas, el silencio envolvía el pasar del tiempo y discurría sin la obligación de marcar las horas con un timbrazo automático. Era agradable pensar que aquellas habitaciones, aquellas sillas gastadas, continuaban existiendo aun cuando nadie las veía.

Acabó de comerse el bocadillo que había comprado en el bar de enfrente del instituto y siguió las indicaciones de la profesora. La escalera estaba al fondo del segundo piso. Normalmente, un banco situado delante del primer escalón impedía el acceso, pero ahora había sido retirado.

Las habitaciones del tercer piso servían para almacenar y archivar los trabajos de los estudiantes, sobre todo aquellos realizados para los exámenes finales del último curso, y para guardar las grandes escenografías diseñadas para la obra de teatro anual.

Se respiraba un olor a polvo, pintura seca y arcilla. Bianca inspiró con fuerza y se sintió en su salsa. La única puerta abierta, en mitad del pasillo a oscuras, dejaba pasar una rendija de luz, indicándole la localización de la profesora Santoro.

—Hola, Bianca —le dijo cuando la escuchó llegar. Estaba luchando contra un montón de cartulinas enrolladas que se retorcían como anguilas y no paraban de caerse del escritorio—. Éste es nuestro pequeño museo —le explicó, divertida.

Tres de las paredes estaban cubiertas de estanterías hasta el techo. En sus baldas había esculturas apiñadas en varios tamaños, grabados en cobre y otros muchos cachivaches no identificados.

La cuarta pared estaba ocupada por dos ventanas desde las que se divisaba el mar.

No era la pequeña franja que se veía desde la terraza de su casa, marcada por las antenas de televisión, sino una gran extensión de agua que llagaba hasta el horizonte.

—Es precioso, ¿a que si? —comentó la profesora siguiendo su mirada—. Siempre he pensado que es una verdadera pena no utilizar estas habitaciones como aulas.

—Puede que nuestras obras de artes se merezcan una vista hermosa —replicó Bianca, y la Santoro se echó a reír, creyendo que estaba de broma.

—Pongámonos a trabajar y en un par de horas habremos acabado. Hay que seleccionar las cosas más viejas para tirarlas y hacer sitio a las nuevas. Para las cartulinas tenemos ese archivador con láminas protectoras de plástico —le explicó—. Tira al suelo los trabajos que tengan más de cinco años. Y también los que te parezcan horripilantes —añadió, guiñándole el ojo.

Bianca selecciono una pared y comenzó a revolver en los estantes más bajos. Llenándose de inmediato las manos de polvo.

Arrojó casi todo en medio de la habitación; muchos trabajos databan antes del año 2000, llevaban la firma de chicos que ahora ya serían adultos, tendrían una carrera, se abrían casado. Imaginó que tipo de personas podrían haber sido de adolecentes y, por un segundo, fue como si escuchara sus risas, conservadas en aquellos pasillos para siempre.

—Si pudieran hablar —dijo Bianca—, sabríamos la historia de todos los antiguos alumnos. Sus amores, sus penas.

La Santoro alzó la vista para mirarla.

—Te parecerá extraño, pero en mi trabajo he aprendido que, en el fondo, los chicos son todos iguales —comentó—. Las generaciones pasan pero los amores y las penas son siempre más o menos los mismos.

«No para todos», pensó Bianca. Y se dio cuenta de cuán anónimos los estudiantes debían de parecer a los profesores,  unos sentados en sus pupitres y los otros en como reyes en su tarima. Cada uno de ellos no era más que un apellido, una nota, un recorrido de cinco años que terminaba apresuradamente, puede que sin dejar rastro. «El tiempo todo lo borra. El tiempo todo lo cura. Y también captura los peores momentos como si fueran pequeñas gotas de ámbar», pensó con amargura.

Las esculturas eran horripilantes. Mascaras deformes de mirada vacía que Bianca eliminó sin piedad. Seguro que ningún escultor había salido de aquel instituto. A veces, la arcilla se deshacía entre las manos por los puntos más frágiles: nariz, orejas, labios.

En el fondo de un estante, oculto entre el polvo y la penumbra, Bianca encontró algo interesante: una pequeña tortuga que parecía de verdad, congelada en el blanco de la escayola, con las patas rugosas y las uñas trabajadas al detalle. Le dio la vuelta y vio que tenía grabado en la tripa lo siguiente: « ‘’El tiempo todo lo da y todo lo quita’’. Giordano Bruno. L.D. 1997 5°C».

Sin preguntar a la profesora, que quizá no lo hubiera permitido, desempolvó la tortuga con delicadeza y se la metió en el bolsillo de la sudadera. Le pareció un buen presagio, un amuleto para su nueva vida.

Las dos horas pasaron lentamente y, cuando por fin terminaron, el sol se estaba poniendo. Bianca antes de salir, echó una ojeada el mar, que se había oscurecido preparándose para el ocaso. Era majestuoso, de un tono de azul profundo entre la negrura de la noche y la luminosidad del día. La hora en la que la luz mostraba el camino ablandando las sombras.

—He notado que eres una gran apasionada del arte —le dijo la Santoro antes de despedirse, junto a la entrada del instituto—. Si tienes tiempo libre, podrías realizar un voluntariado en el museo municipal de arte contemporáneo. Es pequeño pero bonito.

 La mirada de Bianca se iluminó.

—¿Lo dice de verdad? Me encantaría.

—Bueno, entonces déjate caer por allí alguna vez —continuó la profesora, contenta—. Yo voy todos los martes, puedo informarte y asignarte un turno.

Cuando Bianca se subió a la Vespa aceleró sin abatir la patilla, como le había enseñado Daniele. La moto dio un pequeño bote que hizo rechinar la carrocería y derrapó justo antes de meterse en la calle.

Condujo bordeando la costa y dio un rodeo para llegar a casa. El olor a sal era tan intenso que se quedaba prendido en el cuerpo.

 «El tiempo te da y te quita», pensó. Puede que para ella hubiera llegado el momento de recibir.


Querido Daniele:
Uno se siente más solo con mucha gente alrededor.
Todos te hablan, te preguntan, te tocan. Pero ninguno sabe qué escondes, que hay dentro de ti, detrás de tu cara, tu pelo, tu ropa.
¿Cómo es posible estar tan cerca de los demás y a la vez tan lejos?
El único que siento junto a mi corazón eres tú y sin embargo, no puedo verte, ni tocarte, ni preguntarte cómo estás. ¿Cómo estás? Me lo pregunto a menudo. Y también me pregunto si tú también te sientes tan solo.                                            
                                                                                                             
                                                                                                                                             Bianca