martes, 26 de marzo de 2013

Capitulo 2




A  Bianca, lo primero que le chocó de aquella ciudad desconocida fue su luz implacable.

Un sol fulgurante recortaba las sombras como si fuera una cuchilla, se reflejaba sobre la piedra blanca de las construcciones más antiguas, sobre los muros de piedra que bordeaban la costa formando malecones. La brisa limpia de septiembre también añadía luminosidad a las olas, al cielo, al rostro de la gente. El paisaje, barrido por el viento, era de una claridad cegadora.

Bianca se puso las gafas de sol y entornó los ojos.

Durante el interminable viaje desde Milán, que habían dejado a su espalda con nostalgia bajo un amanecer gris pálido, Bianca había contado las palabras que había pronunciado su padre, que conducía a su lado.

«Veinticinco.»

—Casi hemos llegado.

 «Veintiocho.»

Francesco Prandi, era juez, no siempre había sido tan callado. Ahora la curvatura de la boca apuntaba hacia abajo, pero en tiempos se abría en una sonrisa luminosa o pronunciaba discursos acalorados. De repente todo se acabó, bruscamente, sin previo aviso. Incluso el traslado había sido decidido usando el mínimo de las palabras necesarias, como si novecientos kilómetros fueran algo ridículo comparado con la distancia que se había creado entre ellos en casa. Entre él y su mujer, la madre de Bianca. Entre Bianca y ellos, sus padres.

El juez giró, siguiendo la voz metálica del navegador, y se encontraron en un barrio de edificios idénticos, alineados en orden como si fuese un laberinto de sentido único que obligara al padre y a la hija a describir un recorrido retorcido hasta llegar al portal adecuado.

Bianca observó la que iba a ser su nueva casa.

Eran las tres de la tarde y la calle estaba desierta. El asfalto mojado apestaba a pescado, como si hubiera habido un mercado allí.
Mientras descargaban el equipaje, Bianca notó que había algunas personas asomadas a las ventanas y a los balcones que parecían estar disfrutando del espectáculo. Se sintió incómoda y agachó la cabeza, para evitar la mirada de aquellos extraños.

—¡Oiga! ¡Usted! —gritó una vieja desde el primer piso del edificio de enfrente.

El juez se giró, mientras Bianca deseaba que se la tragase la tierra.

—Tiene que llamar al portero para pedir las llaves —continuó la vieja, asegurándose con su tono de voz de que la noticia llegara a todo el vecindario—. El dueño ha dicho que si tienen problemas lo pueden llamar a cualquier hora. Pero mejor después de las cuatro y media, que ahora está durmiendo.

—¡Gracias! —gritó el juez a modo de respuesta, esbozando una media sonrisa.

—¿Durmiendo? —susurró Bianca—. ¿Es que está enfermo?
El juez negó con la cabeza.

—Aquí la siesta es sagrada. Bianca se aproximó a la entrada y vio que la vieja la saludaba con la mano. 

—Bueno, no para todos —comentó, aliviada de estar por fin a la sombra del portal del edificio. 

Subieron los cinco pisos a pie con una maleta cada uno, tras el portero, que no cesó de contarles cotilleos no siempre comprensibles sobre la comunidad y el barrio. Bianca escuchó el sonido de aquel dialecto desconocido y se preguntó con cierto temor si en unos pocos meses ella también estaría hablando así.

—De noche no se puede aparcar aquí en la calle —decía el hombre—, porque tenemos el mercado del pescado y a las cinco de la mañana montan los puestos. Se llevan el coche y te multan.

—¿Un mercado? —preguntó Bianca con sequedad—. ¿Cada cuánto tiempo?

—Todos los días —respondió el portero—. Cuando queráis pescado fresco solo tenéis que bajar las escaleras, es comodísimo.

Bianca se abstuvo de replicar que en su casa se comía pescado tres veces al año como mucho. Y en cualquier caso, era pescado de ciudad, de ése que no huele mal y que se está quietecito en el congelador.

El portero llegó jadeando al último piso, un rellano rebosante de macetas, e introdujo la llave en la cerradura de una de las dos puertas marrones y lustrosas. Bianca observó la de los vecinos: estaba segura de que alguien los observaba desde la mirilla. Se apostó para no ser vista y después siguió a su padre y al portero al interior del piso, cerrando la puerta tras de sí de un portazo.

—La terraza es una joyita —dijo el portero mientras subía las persianas de madera verde dejando que la luz blanca inundase las habitaciones y revelase los detalles. 

Había una cocina pequeña, un saloncito al que se accedía directamente desde la entrada y, atravesando una cortina de bolitas de colores se llegaba a la zona de los dormitorios, dos habitaciones pequeñas con un baño. Los radiadores estaban pintados de distintos colores: naranja, verde, rosa.

—Es una casa rara —comentó el juez, observando el papel estilo años setenta, estampado de flores amarillas, que cubría las paredes del dormitorio que daba a la terraza.

—El chico que vivía aquí —le informó el portero— también era un poco rarito. Ahora se ha ido a Londres, pero el propietario no ha tenido tiempo de volver a pintar, ustedes tenían prisa y esto es lo que hay.

Bianca se asomó a la terraza y divisó un mar de tejados y antenas de televisión. Al fondo, apenas si se distinguía una sutil franja de mar, color azul brillante.

—¿Quieres quedarte esta habitación? —le preguntó el juez a su hija—. Yo puedo dormir en la otra, no necesito mucho espacio.

Bianca asintió. Le gustaba el papel de pared con sus floripondios. Y, además, había un escritorio grande que le serviría para dibujar y pintar sin necesidad de tirarse en el suelo.

El juez se despidió del portero, prometiéndole que pronto le entregaría una lista de las cosas que iban a necesitar, desde alguien que se ocupara de la limpieza a alguna tienda que les trajese la compra. Le metió cinco euros en el bolsillo y finalmente consiguió desembarazarse de él.

El silencio los envolvió por unos pocos segundos, hasta que el timbre empezó a sonar con insistencia.

 —Soy Antonia, la vecina —exclamó una voz desde el exterior. El juez fue a abrir y se encontró frente a una mujer baja y robusta, vestida con una bata de cuadros sin mangas y unas pantuflas verdes de suela de goma. En la mano llevaba un plato de loza blanca cubierto por un trapo de tela—. Les he escuchado llegar y he pensado que quizá tendrían hambre después del viaje.

Entregó al juez el plato, que lo cogió con una sonrisa cansada.

—Muchísimas gracias. No debería haberse molestado, nos hemos tomado un bocadillo por el camino.

La mujer hizo un gesto de impaciencia.

—Tienen que ocuparse de una mudanza, ¿cómo van a arreglárselas solo con un bocadillo? —replicó—. Y encima, su mujer no está para cocinarles.

—Si necesitan cualquier cosa, no tienen más que llamar —continuó la señora Antonia, mientras asomaba la cabeza para echar una ojeada—. Casi siempre estoy en casa.

—Gracias de nuevo, señora, es usted muy amable —dijo el juez—. Le devolveré en seguida sus cosas —dijo el juez, cerrando la puerta con delicadeza, pero con mano firme.

Mientras su padre se retiraba al cuarto de baño para darse una ducha, Bianca se acercó a la mesa donde había dejado el obsequio de la vecina y levantó el trapo. Un intenso aroma a berenjena, salsa de tomate y albahaca le asaltó la nariz.

«Esto lleva por lo menos dos dedos de aceite», pensó, pero de todas maneras se dirigió a la cocina y hurgó en un cajón hasta dar con un tenedor. Cada bocado que se llevaba a la boca tenía un sabor extraño, como a casa ajena, a sol, a frito. No se parecía en absoluto a aquello que había dejado atrás, ni siquiera los olores o la comida. De repente se sentía triste. Quizá había cometido una estupidez. Quizá habría hecho mejor quedándose con su madre, en Milán. En el instituto con sus compañeros. Salir huyendo hasta aquí con esa especie de oso que tenía como padre podía acabar de un modo desastroso.

Pero quedarse allí tampoco habría sido posible.

Bianca cerró los ojos y repasó aquel día que había tenido lugar hacía cuatro semanas.

Llovía y la mochila le pesaba, llevaba dentro al menos tres kilos de material de dibujo y libros de texto. Había echado a correr porque no llevaba paraguas, y después había decidido resguardarse en un portal. No debía de estar allí, sino sentada y calentita en su pupitre. Había estado vagando por el centro de la ciudad casi toda la mañana, sin propósito alguno, con la mirada puesta en los pies y los auriculares con la música a tope.

¿Por qué debería tener miedo a la muerte? No hay ningún motivo, antes o después hay que marcharse.

Había escuchado aquella estrofa de la canción «The great gig in the sky» por lo menos cien veces. Después, la lluvia la había obligado a guarecerse en un portal y a levantar la vista. En la acera de enfrente había un restaurante con un ventanal, a través del cual se veía gente comiendo. Su madre estaba sentada a una de las mesas, estaba sonriendo a un hombre. Un desconocido de cabello entrecano le daba de comer en la boca y le hablaba y, por lo que parecía, le hacía sonreír después de meses de depresión y silencio. Bianca no le había visto en su vida y en ese momento decidió que no quería volver a verlo nunca más. Con las lágrimas empapándole la cara y entremezclándose con las gotas de lluvia, había salido de allí corriendo, intentando interponer la mayor distancia entre ella y aquella escena repulsiva.

Todavía recordaba la sensación del pelo, largo y negro, pegándosele a la cara y al cuello como si fuese un manojo de algas, de las piernas que parecían no querer detenerse nunca. Recordaba el sabor a vómito después de salir del baño, en su casa. Su padre le había preguntado qué le pasaba, con el rostro surcado de arrugas recientes, y Bianca había vuelto a vomitar.

Se llevó a la boca otro trozo de berenjena a la parmesana para cubrir el recuerdo del regusto ácido mezclado con las lágrimas. En ese momento llamaron al portero automático.

—¿Es que no vamos a tener ni un momento de tranquilidad? —bufó, levantándose de un salto.

—Debe de ser el mensajero —dijo su padre desde el baño—. Estoy esperando un paquete. ¿Podrías bajar tú, por favor?

La idea de bajar y subir cinco pisos de escaleras no le apetecía para nada, pero no lo dijo. En lugar de eso, contestó y dijo al mensajero que esperase.

Cuando abrió la puerta de la calle, vio una furgoneta y a dos hombre que estaban descargando algo voluminoso. Para bajarlo, lo deslizaron sobre sus dos ruedas por una pasarela apoyada sobre el pavimento.
Bianca reprimió el impulso de ponerse a dar gritos de alegría mientras en su interior estallaban los fuegos artificiales. Incluso sonrió a la viejecita que todavía estaba asomada al balcón, empeñada en dar instrucciones a los dos transportistas.

Su Vespa. La vieja Vespa destartalada que no quiso mandar al desguace, que no quiso sustituir por un ciclomotor más moderno y manejable. Pensaba que no volvería a verla hasta Navidad.

Bianca se acercó a la Vespa y puso la mano sobre el acelerador, para asegurarse de que era la suya. Comprobó que la abolladura de la plancha delantera que Daniele le había hecho años atrás seguía como la había dejado.

—¿Firma usted? —le preguntó uno de los hombres mientras le pasaba un recibo y un bolígrafo. Bianca escribió su nombre y apellido en la parte inferior del documento, y después empujó la Vespa hasta el portal. La sujetó a un poste con una cadena que tenía enrollada bajo el sillín, y después de mirarla unos segundos, corrió al piso subiendo las escaleras de dos en dos.

—¡Papá!

El juez salió del baño con una toalla alrededor de la cintura. Estaba sonriendo.

—¿Qué pasa? ¿Ha llegado el paquete?

Bianca dudó un segundo, luego lo abrazó impulsivamente. Llevaba meses sin hacerlo.

—Gracias —le dijo.

—Te hará falta —comentó él avergonzado, mientras se deshacía del abrazo—. Yo estaré muy ocupado, así tendrás independencia para ir y venir a tu antojo.

Bianca sabía cuánto absorbía el trabajo a su padre, sobre todo desde hacía un año. Por eso se limitó a asentir.

—¿Te molesta si voy a dar una vuelta?

—¿Ahora?

—Sí, mientras tú terminas de instalarte. Así no seré un estorbo.

Un minuto más tarde estaba conduciendo. Delante de ella se abrían calles desconocidas. Sabía en qué dirección estaba el mar por el olor, como si emanase de él una especie de fuerza magnética. Y, también, porque lo había visto desde la terraza. Era extraño orientarse así. Delante, el mar, detrás, el resto. Se podría seguir la costa hacia el sur o hacia el norte sin perderse nunca. Bianca observó las gaviotas que revoloteaban encima de ella y de pronto vio el paseo marítimo.

A pesar de que hacía sol, el mar estaba revuelto. Era de un color azul rabioso salpicado de espuma blanca, que centelleaba como cuchillas veloces. 

Bianca imaginó la quietud y la oscuridad bajo las olas. Una quietud similar a la de la muerte, pero también repleta de vida y de energía.

Sonrió. Sabía que acababa de encontrar un amigo.

Querido Daniele:
Hoy he hablado con las olas.
Creo que en el mar yacen todos nuestros secretos. Viven junto a los peces pero las redes no consiguen capturarlos. Y aunque lo consiguieran, los secretos morirían en cuanto fueran expuestos a la luz del sol. Porque se nutren de oscuridad y de silencio. Como yo.
                          
                                                                                                                       Bianca

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