A
Bianca, lo primero que le chocó de aquella
ciudad desconocida fue su luz implacable.
Un
sol fulgurante recortaba las sombras como si fuera una cuchilla, se reflejaba
sobre la piedra blanca de las construcciones más antiguas, sobre los muros de piedra
que bordeaban la costa formando malecones. La brisa limpia de septiembre
también añadía luminosidad a las olas, al cielo, al rostro de la gente. El
paisaje, barrido por el viento, era de una claridad cegadora.
Bianca se puso las gafas de sol y entornó los
ojos.
Durante
el interminable viaje desde Milán, que habían dejado a su espalda con nostalgia
bajo un amanecer gris pálido, Bianca había contado las palabras que había
pronunciado su padre, que conducía a su lado.
«Veinticinco.»
—Casi
hemos llegado.
«Veintiocho.»
Francesco Prandi, era juez, no siempre había sido tan callado.
Ahora la curvatura de la boca apuntaba hacia abajo, pero en tiempos se abría en
una sonrisa luminosa o pronunciaba discursos acalorados. De repente todo se
acabó, bruscamente, sin previo aviso. Incluso el traslado había sido decidido
usando el mínimo de las palabras necesarias, como si novecientos kilómetros
fueran algo ridículo comparado con la distancia que se había creado entre ellos
en casa. Entre él y su mujer, la madre de Bianca. Entre Bianca y ellos, sus
padres.
El juez giró, siguiendo la voz metálica del navegador, y se
encontraron en un barrio de edificios idénticos, alineados en orden como si
fuese un laberinto de sentido único que obligara al padre y a la hija a
describir un recorrido retorcido hasta llegar al portal adecuado.
Bianca observó la que iba a ser su nueva casa.
Eran las tres de la tarde y la calle estaba desierta. El
asfalto mojado apestaba a pescado, como si hubiera habido un mercado allí.
Mientras descargaban el equipaje, Bianca notó que había
algunas personas asomadas a las ventanas y a los balcones que parecían estar
disfrutando del espectáculo. Se sintió incómoda y agachó la cabeza, para evitar
la mirada de aquellos extraños.
—¡Oiga! ¡Usted! —gritó una vieja desde el primer piso del
edificio de enfrente.
El juez se giró, mientras Bianca deseaba que se la tragase la
tierra.
—Tiene que llamar al portero para pedir las llaves —continuó
la vieja, asegurándose con su tono de voz de que la noticia llegara a todo el
vecindario—. El dueño ha dicho que si tienen problemas lo pueden llamar a
cualquier hora. Pero mejor después de las cuatro y media, que ahora está
durmiendo.
—¡Gracias! —gritó el juez a modo de respuesta, esbozando una
media sonrisa.
—¿Durmiendo? —susurró Bianca—. ¿Es que está enfermo?
El juez negó con la
cabeza.
—Aquí la siesta es
sagrada. Bianca se aproximó a la entrada y vio que la vieja la saludaba con la
mano.
Subieron los cinco pisos a pie con una maleta cada uno, tras el portero, que no
cesó de contarles cotilleos no siempre comprensibles sobre la comunidad y el
barrio. Bianca escuchó el sonido de aquel dialecto desconocido y se preguntó
con cierto temor si en unos pocos meses ella también estaría hablando así.
—De noche no se puede
aparcar aquí en la calle —decía el hombre—, porque tenemos el mercado del
pescado y a las cinco de la mañana montan los puestos. Se llevan el coche y te
multan.
—¿Un mercado?
—preguntó Bianca con sequedad—. ¿Cada cuánto tiempo?
—Todos los días
—respondió el portero—. Cuando queráis pescado fresco solo tenéis que bajar las
escaleras, es comodísimo.
Bianca se abstuvo de
replicar que en su casa se comía pescado tres veces al año como mucho. Y en
cualquier caso, era pescado de ciudad, de ése que no huele mal y que se está
quietecito en el congelador.
El portero llegó
jadeando al último piso, un rellano rebosante de macetas, e introdujo la llave
en la cerradura de una de las dos puertas marrones y lustrosas. Bianca observó
la de los vecinos: estaba segura de que alguien los observaba desde la mirilla.
Se apostó para no ser vista y después siguió a su padre y al portero al
interior del piso, cerrando la puerta tras de sí de un portazo.
—La
terraza es una joyita —dijo el portero mientras subía las persianas de madera
verde dejando que la luz blanca inundase las habitaciones y revelase los
detalles.
Había una cocina pequeña, un saloncito al que se accedía directamente
desde la entrada y, atravesando una cortina de bolitas de colores se llegaba a
la zona de los dormitorios, dos habitaciones pequeñas con un baño. Los
radiadores estaban pintados de distintos colores: naranja, verde, rosa.
—Es
una casa rara —comentó el juez, observando el papel estilo años setenta,
estampado de flores amarillas, que cubría las paredes del dormitorio que daba a
la terraza.
—El
chico que vivía aquí —le informó el portero— también era un poco rarito. Ahora
se ha ido a Londres, pero el propietario no ha tenido tiempo de volver a
pintar, ustedes tenían prisa y esto es lo que hay.
Bianca
se asomó a la terraza y divisó un mar de tejados y antenas de televisión. Al
fondo, apenas si se distinguía una sutil franja de mar, color azul brillante.
—¿Quieres
quedarte esta habitación? —le preguntó el juez a su hija—. Yo puedo dormir en
la otra, no necesito mucho espacio.
Bianca
asintió. Le gustaba el papel de pared con sus floripondios. Y, además, había un
escritorio grande que le serviría para dibujar y pintar sin necesidad de
tirarse en el suelo.
El
juez se despidió del portero, prometiéndole que pronto le entregaría una lista
de las cosas que iban a necesitar, desde alguien que se ocupara de la limpieza
a alguna tienda que les trajese la compra. Le metió cinco euros en el bolsillo
y finalmente consiguió desembarazarse de él.
El silencio los envolvió por unos pocos segundos, hasta que el
timbre empezó a sonar con insistencia.
—Soy Antonia, la vecina —exclamó una voz desde el exterior. El
juez fue a abrir y se encontró frente a una mujer baja y robusta, vestida con
una bata de cuadros sin mangas y unas pantuflas verdes de suela de goma. En la
mano llevaba un plato de loza blanca cubierto por un trapo de tela—. Les he
escuchado llegar y he pensado que quizá tendrían hambre después del viaje.
Entregó al juez el plato, que lo cogió con una sonrisa cansada.
—Muchísimas gracias. No debería haberse molestado, nos hemos
tomado un bocadillo por el camino.
La mujer hizo un gesto de impaciencia.
—Tienen que ocuparse de una mudanza, ¿cómo van a arreglárselas
solo con un bocadillo? —replicó—. Y encima, su mujer no está para cocinarles.
—Si necesitan cualquier cosa, no tienen más que llamar —continuó
la señora Antonia, mientras asomaba la cabeza para echar una ojeada—. Casi
siempre estoy en casa.
—Gracias de nuevo, señora, es usted muy amable —dijo el juez—. Le
devolveré en seguida sus cosas —dijo el juez, cerrando la puerta con
delicadeza, pero con mano firme.
Mientras su padre se retiraba al cuarto de baño para darse una
ducha, Bianca se acercó a la mesa donde había dejado el obsequio de la vecina y
levantó el trapo. Un intenso aroma a berenjena, salsa de tomate y albahaca le
asaltó la nariz.
«Esto
lleva por lo menos dos dedos de aceite», pensó, pero de todas maneras se
dirigió a la cocina y hurgó en un cajón hasta dar con un tenedor. Cada bocado
que se llevaba a la boca tenía un sabor extraño, como a casa ajena, a sol, a
frito. No se parecía en absoluto a aquello que había dejado atrás, ni siquiera
los olores o la comida. De repente se sentía triste. Quizá había cometido una
estupidez. Quizá habría hecho mejor quedándose con su madre, en Milán. En el
instituto con sus compañeros. Salir huyendo hasta aquí con esa especie de oso
que tenía como padre podía acabar de un modo desastroso.
Pero
quedarse allí tampoco habría sido posible.
Bianca
cerró los ojos y repasó aquel día que había tenido lugar hacía cuatro semanas.
Llovía
y la mochila le pesaba, llevaba dentro al menos tres kilos de material de
dibujo y libros de texto. Había echado a correr porque no llevaba paraguas, y
después había decidido resguardarse en un portal. No debía de estar allí, sino
sentada y calentita en su pupitre. Había estado vagando por el centro de la
ciudad casi toda la mañana, sin propósito alguno, con la mirada puesta en los
pies y los auriculares con la música a tope.
¿Por
qué debería tener miedo a la muerte? No hay ningún motivo, antes o después hay
que marcharse.
Había
escuchado aquella estrofa de la canción «The great gig in the sky» por lo menos
cien veces. Después, la lluvia la había obligado a guarecerse en un portal y a
levantar la vista. En la acera de enfrente había un restaurante con un
ventanal, a través del cual se veía gente comiendo. Su madre estaba sentada a
una de las mesas, estaba sonriendo a un hombre. Un desconocido de cabello
entrecano le daba de comer en la boca y le hablaba y, por lo que parecía, le
hacía sonreír después de meses de depresión y silencio. Bianca no le había
visto en su vida y en ese momento decidió que no quería volver a verlo nunca
más. Con las lágrimas empapándole la cara y entremezclándose con las gotas de
lluvia, había salido de allí corriendo, intentando interponer la mayor
distancia entre ella y aquella escena repulsiva.
Todavía
recordaba la sensación del pelo, largo y negro, pegándosele a la cara y al
cuello como si fuese un manojo de algas, de las piernas que parecían no querer
detenerse nunca. Recordaba el sabor a vómito después de salir del baño, en su
casa. Su padre le había preguntado qué le pasaba, con el rostro surcado de
arrugas recientes, y Bianca había vuelto a vomitar.
Se
llevó a la boca otro trozo de berenjena a la parmesana para cubrir el recuerdo
del regusto ácido mezclado con las lágrimas. En ese momento llamaron al portero
automático.
—¿Es
que no vamos a tener ni un momento de tranquilidad? —bufó, levantándose de un
salto.
—Debe
de ser el mensajero —dijo su padre desde el baño—. Estoy esperando un paquete.
¿Podrías bajar tú, por favor?
La
idea de bajar y subir cinco pisos de escaleras no le apetecía para nada, pero
no lo dijo. En lugar de eso, contestó y dijo al mensajero que esperase.
Cuando
abrió la puerta de la calle, vio una furgoneta y a dos hombre que estaban
descargando algo voluminoso. Para bajarlo, lo deslizaron sobre sus dos ruedas
por una pasarela apoyada sobre el pavimento.
Bianca
reprimió el impulso de ponerse a dar gritos de alegría mientras en su interior
estallaban los fuegos artificiales. Incluso sonrió a la viejecita que todavía
estaba asomada al balcón, empeñada en dar instrucciones a los dos
transportistas.
Su Vespa. La vieja Vespa destartalada que no quiso mandar al
desguace, que no quiso sustituir por un ciclomotor más moderno y manejable.
Pensaba que no volvería a verla hasta Navidad.
Bianca se acercó a la Vespa y puso la mano sobre el
acelerador, para asegurarse de que era la suya. Comprobó que la abolladura de
la plancha delantera que Daniele le había hecho años atrás seguía como la había
dejado.
—¿Firma usted? —le preguntó uno de los hombres mientras le
pasaba un recibo y un bolígrafo. Bianca escribió su nombre y apellido en la
parte inferior del documento, y después empujó la Vespa hasta el portal. La
sujetó a un poste con una cadena que tenía enrollada bajo el sillín, y después
de mirarla unos segundos, corrió al piso subiendo las escaleras de dos en dos.
—¡Papá!
El juez salió del baño con una toalla alrededor de la cintura.
Estaba sonriendo.
—¿Qué pasa? ¿Ha llegado el paquete?
Bianca dudó un segundo, luego lo abrazó impulsivamente.
Llevaba meses sin hacerlo.
—Gracias —le dijo.
—Te hará falta —comentó él avergonzado, mientras se deshacía
del abrazo—. Yo estaré muy ocupado, así tendrás independencia para ir y venir a
tu antojo.
Bianca sabía cuánto absorbía el trabajo a su padre, sobre todo
desde hacía un año. Por eso se limitó a asentir.
—¿Te molesta si voy a
dar una vuelta?
—¿Ahora?
—Sí, mientras tú terminas de instalarte. Así no seré un
estorbo.
Un minuto más tarde estaba conduciendo. Delante de ella se
abrían calles desconocidas. Sabía en qué dirección estaba el mar por el olor,
como si emanase de él una especie de fuerza magnética. Y, también, porque lo
había visto desde la terraza. Era extraño orientarse así. Delante, el mar,
detrás, el resto. Se podría seguir la costa hacia el sur o hacia el norte sin
perderse nunca. Bianca observó las gaviotas que revoloteaban encima de ella y
de pronto vio el paseo marítimo.
A pesar de que hacía sol, el mar estaba revuelto. Era de un
color azul rabioso salpicado de espuma blanca, que centelleaba como cuchillas
veloces.
Bianca imaginó la quietud y la oscuridad bajo las olas. Una quietud
similar a la de la muerte, pero también repleta de vida y de energía.
Sonrió. Sabía que acababa de encontrar un amigo.
Querido Daniele:
Hoy he hablado con las olas.
Creo que en el mar yacen todos nuestros secretos.
Viven junto a los peces pero las redes no consiguen capturarlos. Y aunque lo
consiguieran, los secretos morirían en cuanto fueran expuestos a la luz del sol.
Porque se nutren de oscuridad y de silencio. Como yo.
Bianca
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