L
as chicas y
los chicos del grupo B del último curso observaron a la recién llegada con
curiosidad.
Una
desconocida de piel demasiado clara, como si nunca la hubiera rozado ni un rayo
de sol, con el pelo negro y ondulado, que hacía que sus ojos verdes parecieran
más interesantes de lo que en realidad eran.
Guapa
no era, dictaminaron las chicas. Al menos no en el sentido estricto de la
palabra.
No
llevaba maquillaje, salvo el esmalte de las uñas, color morado oscuro. No
vestía de una forma rebuscada y parecía que no le gustasen demasiado los
colores vivos: la falda por la rodilla era de color negro, al igual que la
camiseta y las botas que llevaba a pesar de que todavía hacía calor.
No
había sonreído a nadie de la clase. No había hablado demasiado, pero las pocas
palabras que habían salido de sus labios las había pronunciado con un marcado
acento del norte.
La Santoro, la profesora de Anatomía, la había invitado a que
escogiera un pupitre y ella se había dirigido al fondo del aula, a la esquina
más alejada de la ventana. Se llamaba Bianca Prandi. Sus dibujos no estaban
nada mal, sobre todo los realizados a carboncillo. Y las notas que traía de su
antiguo instituto indicaban que era una estudiante de las buenas.
—Hola
—le susurró el chico sentado delante de ella, después de girarse—. Soy Leo.
—Hola
—respondió ella educadamente. En seguida apartó la mirada y se puso a hurgar en
su mochila. Por un segundo, el chico le había mirado las tetas. Detestaba que los
hombres hicieran eso. Se preguntó cómo habría reaccionado Leo si en lugar de
dirigirse a él mirándole a la cara, se hubiera puesto a charlar con su
entrepierna.
Bianca
extrajo el cuaderno de bocetos y el estuche. Inclinó la cabeza sobre la mesa y
comenzó a dibujar, como les había pedido la profesora.
Cuando
dibujaba, encontraba un cierto sentido en las líneas negras que trazaba sobre
el papel. Eran como calles que la guiaban hacia un lugar solitario, hecho a
base de música, pero también de silencio, donde el rumor del resto de la gente,
de la ciudad, del transcurrir de un tiempo que nunca sería futuro, desaparecía.
No
sabría precisar cuánto tiempo estuvo con la cabeza agachada, la mirada puesta
en el folio, y el pelo cubriéndole la cara como si fuese una cortina.
—¡Eh!
¿Estás en este planeta? La voz la trajo de vuelta al presente.
Miró
hacia arriba y vio el rostro sonriente y pecoso de una chica que parecía
demasiado pequeña para estar en último curso. —Ha sonado el timbre del recreo.
¿Vienes
a dar una vuelta? —preguntó a la vez que le tendía la mano—. Me llamo Valeria,
puedo ser tu guía turística, si tú quieres.
Bianca le estrechó la mano y asintió. Antes o después tendría
que aprender a moverse en aquel instituto enorme y desconocido, por lo que
decidió que lo de tener una guía no era mala idea. Le evitaría retrasos y hacer
el ridículo.
—¿De
dónde eres? —le preguntó Valeria después de andar un rato por los pasillos,
esquivando a chicos y chicas como si estuvieran en un videojuego.
—Pensaba
que normalmente eran los turistas los que hacían las preguntas a la guía
—respondió Bianca con una sonrisa tirante. Valeria no se percató de lo violento
de la situación y se echó a reír. Una risa sana y vibrante.
—Tienes
razón —exclamó—. ¿Qué es lo que quieres saber? ¿Dónde está el baño? ¿Quiénes
son los camellos del instituto? ¿O quién es el chico más guapo?
—Venga,
el chico más guapo —respondió Bianca, intuyendo que ésa era la respuesta más
adecuada. Sabía que, evidentemente, Valeria le iba a enseñar al chico más guapo
en su opinión. Le siguió el juego; observar a los demás era preferible a
ser observada. Bajaron a la planta baja y salieron al gran patio cuadrado, en
cuyo centro crecía un único y mísero árbol. Hacía un sol de justicia pero a los
estudiantes no parecía importarles, ya que todos estaban a plena luz y casi
todos vestían ropa veraniega. De hecho, algunos iban en chanclas. Bianca pensó
que su madre, antes de salir de casa para ir al instituto, le había contado por
teléfono que en Milán estaba lloviendo a cántaros. El típico otoño, frío y
húmedo.
—Ahí
está. Se llama Andrea —susurró Valeria, señalando con un gesto de los ojos a un
chaval que estaba apoyado en una pared junto a unos amigos. Iban vestidos como
de raperos, con vaqueros anchos y la gorra puesta de cualquier manera excepto
la correcta.
—No está mal —comentó Bianca, aunque pensaba todo lo
contrario.
Demasiado bajo. Casi todos los chicos en el patio eran unos enanos.
No es que ella fuese altísima, pero en cuestión de chicos, la altura le parecía
importante. Y en cualquier caso no estaba interesada en ninguna relación que
fuera más allá de ser compañeros de clase.
Valeria continuó charlando, mientras iba señalando un chico
por aquí, una chica por allá, contando distintas anécdotas y noticias picantes.
Por lo que parecía, en aquel instituto la privacidad no era un concepto que
estuviese muy claro.
—¿Vamos dentro? Tengo calor —dijo Bianca en el preciso
instante en que sonaba el timbre y el patio empezaba a vaciarse.
—Tenemos que volver sí o sí —suspiró Valeria. Se encaminaron
juntas hacia el interior, siguiendo la corriente—. Pero tu ropa no es la más
adecuada. Aquí hace calor hasta octubre, me parece que has hecho el cambio de
armario demasiado pronto.
Bianca se encogió de hombros.
—No me gusta llevar los pies al aire.
—Y en la playa, ¿qué haces?, ¿vas con botas? —bromeó Valeria.
Bianca, irritada, se giró para mirarla a la cara, pero vio que
la otra no lo decía con malicia. Era una broma inocente.
—No voy.
—¿Nunca? —preguntó Valeria con incredulidad.
—Nunca.
—¿Y qué es lo que haces en verano?
Habían llegado a clase y el profesor ya estaba sentado a su
mesa, así que se vieron obligadas a interrumpir su conversación y Bianca pudo
volver a su sitio, a mirar las espaldas de los demás.
Era de noche cuando Bianca llegó a casa. Ya en el descansillo
escuchó voces desconocidas junto a la de su padre, grave y profunda,
provenientes del interior del piso.
Abrió la puerta con cautela, como si temiese molestar a alguien o
como si esperase, contra toda lógica, que nadie se percatase de su llegada.
—Estás aquí —le dijo su padre a modo de bienvenida. Estaba sentado
en el sofá junto a un señor bigotudo, con traje y corbata, de aspecto bonachón
a la vez que severo. De pie, curioseando entre los libros de las estanterías,
había un chico de pelo rubio, con vaqueros y camisa celeste—. Ella es mi hija
Bianca.
—Por suerte no se te parece —bromeó el hombre del bigote—. Soy
Dario Leone, un viejo amigo de tu padre. Él es mi hijo Paolo.
Se estrecharon la mano con cordialidad y a Bianca no le pasó
desapercibida la sonrisa sincera del chico, que la observaba del mismo modo que
antes había hecho con los libros: estudiándola minuciosamente. Al menos no le
había mirado las tetas.
—¿Os quedáis a cenar? —preguntó el juez levantándose del sofá y
dirigiéndose a la cocina, donde ya había una olla puesta a hervir.
—No queremos molestar —respondió Leone sin mucho convencimiento.
—No es ninguna molestia —replicó el juez desde la cocina—. Mi
vecina se empeña en traerme la comida, está convencida de que moriré de hambre
sin mi mujer.
Los dos hombres se rieron.
—Bueno, si es cocina casera —concluyó Leone—, entonces es una
oferta que no puedo rechazar.
Leone
se reunió con su amigo para echarle una mano y Bianca, finalmente, se decidió a
dejar caer la mochila al suelo. Sentía los ojos de Paolo clavados en ella. Le
devolvió la mirada un segundo, y a continuación empezó a poner la mesa para
huir de una posible conversación.
—Tenéis
unos libros un poco raros —comentó Paolo.
—No
son todos nuestros —replicó Bianca, mientras sacaba el mantel de un cajón del
mueble de la sala de estar—. Esos tan tristes con las tapas azules o granates y
letras doradas son de mi padre. Esos tan divertidos sobre diseño o sobre
juguetes años sesenta son del antiguo inquilino.
—Tu
padre ha dicho que te gusta dibujar —dijo Paolo.
—Más
o menos.
—Yo
soy un negado para eso. Ni siquiera soy capaz de sostener un lápiz en la mano
—comentó él—. De hecho, estoy haciendo el bachillerato tecnológico. Ya sabes,
temas de contabilidad, cálculo y números, y muchas tablas con datos.
—Es
lo que tiene usar el hemisferio izquierdo del cerebro, no es tu culpa.
Paolo
soltó una risita.
—Entonces,
¿qué te parece la ciudad? ¿Estás a gusto?
Bianca
se encogió de hombros. Ya había respondido a demasiadas preguntas, estaba
cansada de aquel interrogatorio. Y además, le daba la sensación de que Paolo
quería ganarse su confianza demasiado rápido, como si sintiese que la amistad
entre sus padres le autorizaba.
Por
eso se alegró de que los dos regresaran al salón trayendo consigo las bebidas y
una fuente de pasta humeante. Puede que Paolo cerrase el pico mientras comía.
Y,
como había previsto, su padre fue el que monopolizó la conversación. Después de
un par de chistes, Bianca dedujo que Leone era comisario de policía y no se
sorprendió. Los amigos del juez solían encajar en ciertas categorías, todas
ellas ligadas de alguna forma con su trabajo.
—En
fin, yo digo que deberíamos volver a interrogar a ese agricultor —estaba
diciendo al comisario, que llevaba casi cinco minutos rallando parmesano sobre
su plato. Bianca pensó que, de seguir así, la montaña de queso acabaría
sepultándolos a todos—. En mi opinión no nos ha dicho la verdad.
—Tú
no conoces a la gente de esta zona, Francesco —replicó Leone—. Si los presionas
demasiado, se cierran en banda. Debemos andarnos con cuidado.
—¡Pero
no tenemos tiempo! —exclamó el juez. Bianca notó que se le habían puesto rojas
las orejas. Le sucedía cada vez que se acaloraba por algo. En los últimos tiempos,
sólo cuando hablaba de trabajo—. Debemos actuar más rápido que ellos.
—Déjame
terminar mi investigación —insistió Leone, mientras revolvía su plato, donde el
queso se había convertido en una pasta blanca—. Te digo que esa gente no es de
por aquí. Antes de hacer el próximo movimiento, debemos tener claro quiénes son
y sobre todo quién los ha enviado.
Mientras
los dos discutían animadamente, Paolo se inclinó hacia Bianca.
—Se
trata de una red de tráfico de residuos tóxicos —le dijo en voz baja—. Parece ser
que se trata de un clan en busca de tierras para llevar a cabo vertidos
ilegales. Se han puesto en contacto con varios agricultores y algunos incluso
han sido amenazados.
—¿Ah,
sí? —dijo ella, no demasiado interesada. En la medida de lo posible evitaba
conocer los detalles del trabajo de su padre. Lo normal era que se tratase de
crímenes espantosos que él creía que podía resolver, castigar o incluso
prevenir. El hecho de que la mayoría de las veces no consiguiera hacer justicia
no lo alteraba lo más mínimo. Era de esas personas que siempre caminan hacia
delante; Bianca pensaba a menudo que quizá estuviese ciego, ciego por dentro, y
que no quería ver la realidad tal y como era: injusta.
—Es
algo grande, un pez gordo del norte, todavía no se sabe qué industrias están
involucradas —añadió Paolo, dándoselas de experto—. Tu padre y el mío están
siguiendo una pista para detener a los responsables antes de que pasen a la
acción.
Bianca
continuó masticando.
—¿Es
que tú también eres policía? —le preguntó sarcástica, antes incluso de tragarse
el bocado.
—Puede
—murmuró Paolo, orgulloso—. Cuando me gradúe, quiero entrar en la policía
científica. Me gustaría seguir los pasos de mi padre, pero a mi manera.
—Qué
emocionante —comentó ella.
Paolo
la miró con cara de desilusión.
—Eso
no es lo que piensas, ¿verdad? —le preguntó—. A juzgar por tu cara no parece
importarte ni lo más mínimo lo que digo —Paolo la observó con resentimiento—.
Perdóname si he dado la impresión de querer invadir tu intimidad. Acabas de
llegar y he pensado que te gustaría conocer a alguien.
Bianca,
sonrojada, se escondió por un instante detrás del pelo, fingiendo que se lo
peinaba con los dedos.
—No
pretendía ser descortés —le dijo—. Y no creo en la justicia.
—¡Bianca!
Su padre la reprendió con sequedad, en un momento de silencio
imprevisto.
—Olvídalo —añadió ella, girándose hacia Paolo—. Mi padre no
quiere que diga cosas así. De hecho, ni siquiera quiere que las piense. Por
suerte, mi cerebro todavía no está dentro de su jurisdicción.
A continuación hubo unos instantes embarazosos, y Leone
observó a su amigo con expresión interrogante. El juez se encogió de hombros y
trató de sonreír.
—Adolescentes. Creen que conocen el mundo y, en realidad, ni
siquiera se conocen a sí mismos.
Leone se relajó.
—Ah, sí, y las mujeres ¡son tan complicadas! —exclamó mientras
se servía vino—. Si tuviese una hija, también necesitaría el manual con las
instrucciones.
Bianca los dejó hablar.
También dejó que Paolo continuase dirigiéndole miradas
extrañas durante el resto de la velada. Se limitó a ignorarle y, cuando le
resultó posible, fue a encerrarse en su habitación con la excusa de que tenía
deberes. Después de clase había estado dando vueltas con la Vespa durante el
resto de la tarde, y ahora tenía que aprovechar las últimas horas del día para
hacer los ejercicios de dibujo.
Cogió el cuaderno de bocetos,
afiló un lápiz grueso y comenzó a deslizarlo sobre el papel con la perfección
que la caracterizaba.
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Bueno cieletes he subido dos laaaaaargos, asique no os quejéis..
e.e xDD
Mi Tuenti es: Believe Olga Believe. Prefiero que me dejéis los
comentarios ahí vale?
Por cierto, si llego a 15 siguientes subo dos capítulos más,
lo prometo.
En cuanto tenga los 15 siguientes los subiré.
Muchas gracias por leer, y sugerencias, por aquí:
@OlgaJustSwag :D
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