—E ntonces, ¿cómo te encuentras?
Su madre usaba un tono sospechoso. Demasiado alegre, demasiado
ligero. ¿Dónde habían quedado los meses de silencio y llanto solitario? Bianca
suspiró en el auricular, imaginando al hombre de pelo entrecano que le secaba
las lágrimas. Que conseguía lo que ni ella, su hija, ni su marido, habían sido
capaces de hacer: devolverle la sonrisa.
—Estoy bien. El instituto no está mal.
Hacía girar con las piernas el sillón con ruedas en el que
estaba sentada ante el escritorio, a la vez que acariciaba la tortuguita de
escayola que descansaba junto al ordenador.
Había pensado pintarla de colores, pero luego le había
parecido mal alterar la obra del artista desconocido.
—¿Y tu padre? ¿Cómo está?
—Pregúntaselo a él —respondió Bianca.
Hacer de espía no iba con ella. Su padre estaba como de
costumbre, enterrado en sus papelotes. Y no sospechaba ni lo más mínimo que su
mujer le estuviera poniendo los cuernos.
—Oh, ya sabes que no habla mucho —replicó su madre con tono
resignado.
—Bueno, pues la verdad es que tú tampoco —añadió Bianca.
En los últimos doce meses, antes del traslado, antes de la
escena del restaurante, su madre había pronunciado una media de diez palabras
al día. Las había contado. Casi cuatro mil palabras al año para mascullar lo
indispensable antes de volver a encerrarse apresuradamente en su dolor egoísta.
—Estamos hablando, ¿no? —replicó su madre, resentida.
Seguro que no quería que le echaran nada en cara. Era
imposible tratar de discutir acerca de sus errores.
—Por fin te has decidido a comunicarte con nosotros —dijo
Bianca con un tono resignado.
Sin darse cuenta, había abierto el cuaderno de bocetos y había
comenzado a trazar un rostro.
—Estoy tratando de arreglar las cosas. Con vosotros lejos, me
resultará más sencillo recomponerme. Sabes que aquello que sucedió hace un
año...
—No quiero hablar de eso. Ahora no —la interrumpió Bianca,
alterada.
Para ella era imposible afrontar el tema del accidente. Era
algo que había encerrado en su interior y allí era donde debía permanecer. Y,
de todas formas, no quería hablar de eso con ella, porque era posible que en
ese momento tuviera junto a ella al hombre de pelo gris y, por eso, sólo por
eso, se sintiera más fuerte.
—Como quieras —accedió su madre—. Bueno, ahora tengo que irme,
tengo una reunión, en el colegio.
«Si, claro»
—Hasta pronto.
—¿Bianca?
—¿Sí?
—Sabes
que puedes volver cuando quieras. Aquí siempre me tendrás a mí, a tus amigos,
tu cuarto.
«Allí
no queda nada de nada.»
—Gracias,
lo sé —respondió, sin dejar de dibujar.
Por
fin consiguió despedirse y colgar el teléfono. Odiaba esas llamadas, respondía
únicamente para que su padre no sospechara. Decidió que, de ahora en adelante,
dejaría el móvil en casa para evitarlas mejor.
Tuvo
que contener el llanto. Después miró el dibujo, para darse cuenta de que el
rostro que había trazado tenía unos rasgos familiares; se dio prisa en
borrarlo, pero lo hizo con tanto ímpetu que rasgó el folio.
El
casco antiguo estaba protegido por unas murallas macizas y elevadas de piedra
clara que al atardecer se teñían de los tonos dorados del sol y, de noche, se
volvían anaranjadas a la luz de las farolas. En el exterior, el tráfico y las
tiendas de la vida moderna. Dentro, un dédalo de callejuelas pobladas de
individuos de mirada curiosa, que advertían rápidamente la llegada de un
extraño por el simple hecho de que allí todos se conocían desde hacía
generaciones.
Bianca caminaba con la cabeza baja. O al menos, eso intentaba.
Su padre le había advertido al menos veinte veces que tuviera cuidado, que no
se pusiera colgantes ni reloj, que aquellas calles estrechas eran famosas por
los robos realizados con maestría, a la velocidad de la luz. Cada vez que
sentía el ruido de una moto que se aproximaba, se apretaba contra la pared y
siempre se quedaba pasmada al comprobar que eran niños de diez u once años los
que conducían esos tanques enormes, a menudo apoyados en una sola rueda. Solían montar de dos en dos, incluso de
tres en tres, e iban a todo gas por los callejones gritando y riendo,
envolviendo a Bianca en una nube de humo negro.
Andar mirando al suelo era difícil. Cada esquina despertaba su
curiosidad y las personas sentadas a la puerta de las casas le hacían gestos de
saludo, como si la conocieran, mientras le daban un repaso de los pies a la
cabeza.
El aire estaba impregnado de aromas de cocina, probablemente ya se
pensaba en la cena aunque sólo fueran las cinco de la tarde. De hecho, en las
cocinas a la vista se distinguían grupos de mujeres más o menos numerosos,
mientras que los hombres jugaban a las cartas, entre ellos.
A Bianca todo le fascinaba. Hasta el punto de que ya no tenía ni
la más remota idea de dónde había ido a parar. El plano que llevaba en la mano
era indescifrable, puesto que ignoraba dónde quedaba el mar. Miró a su
alrededor y vio a una viejecita minúscula delante de una mesa de madera montada
sobre dos caballetes. Uno a uno, a paso de tortuga, estaba dando forma a unos cavatelli
de pasta fresca.
—Perdone, señora —le preguntó Blanca—. ¿Por dónde queda la
catedral?
—Está por allí —respondió ella señalado con un dedo arqueado y
enharinado—. Está cerca. ¿No quieres llevarte unos cavatelli recién
hechos? Son el mejor souvenir de la ciudad.
Bianca no sabía qué responder. Pensó en negarse, pero luego
sonrió. Quería los cavatelli de la viejecita. Eran como pequeñas
esculturas, obras de arte para la vista y para el gusto.
La
viejecita echó una cantidad generosa en una bolsita de plástico. Mientras
Bianca le tendía un billete para pagar, la señora le hizo un gesto para que
esperase y entró en casa. La podía ver a través de la cortina de falso encaje
blanco, mientras trajinaba entre cacharros y hornillas, buscando algo.
Cuando
salió, llevaba en las manos un bote lleno de líquido rojo.
—Ésta
es la salsa. La he hecho esta mañana, se la pones con un poco de queso pecorino
—le explicó sonriendo, orgullosa—. Esto a los turistas no se lo hago —y le
guiñó un ojo.
Bianca
sonrió y continuó su camino abrazada al bote. De vez en cuando lo abría para
aspirar su contenido y de nuevo sentía el aroma a casa ajena, a sol, a
albahaca.
Cuando
divisó la catedral, se detuvo.
Tenía
que verse allí con Justin y aquello la ponía nerviosa. Había comprado el
distanciómetro, después de averiguar en qué tipo de tienda podían venderlo, y
lo llevaba en la mochila junto a su viejo metro de madera, que le inspiraba más
confianza.
Se
aproximó al lugar de la cita con calma, esperando ver al chico en la escalinata
de la catedral, pero en lugar eso se encontró con un grupo de niños jugando al
fútbol.
Decepcionada, se sentó en una esquina a esperar, confiando en que el
balón no le diera en la cara. Los niños utilizaban como portería un nicho decorado
con inscripciones en latín; Bianca se sobresaltaba cada vez cada vez que la
pelota golpeaba la piedra antigua.
Las cinco y media se convirtieron en las seis
con una lentitud exasperante. Las campanadas que anunciaban la misa de la tarde
sonaron, y muchas viejas vestidas de negro subieron las escaleras en grupo.
Bianca bufó de impaciencia, mientras se preguntaba cuál sería el motivo de
aquel retraso absurdo. Y también cuánto tendría que esperar. Para matar el
tiempo, decidió entrar en la catedral para echar una ojeada y hacerse una idea
del trabajo.
El
edificio la impresionó con su estilo románico lineal y etéreo, de arquitectura elegante pero
sobria. Paseó por las naves, echando vistazos nerviosos en dirección a la
entrada, con la esperanza de ver aparecer a Justin.
Pero
cuando volvió a sentarse en los escalones del exterior, el reloj marcaba las
siete. Llevaba allí casi dos horas y no había ni rastro de él. Se levantó
después de un rato, sabiendo que era inútil seguir esperando, y el balón llegó
hasta ella, deteniéndose junto a sus pies.
—¡Venga!
¡Pásamela! —le gritó uno de los niños al pie de las escaleras, agitando los
brazos en dirección a ella.
Bianca
le dio una patada al balón con tanta violencia que lo mandó a la otra punta de
la calle, levantando una ola de protestas incomprensibles y silbidos por parte
de los pequeños y sudados jugadores.
Ignorándolos,
se apresuró a desandar el camino, prestando atención a no equivocarse. El sol
se estaba poniendo y no le apetecía en absoluto encontrarse en las callejuelas
a oscuras. Giró en una esquina y tras recorrer un buen tramo de la calleja se
dio cuenta de que, para atravesarla, tendría que pasar en medio de grupo de
chicos reunidos alrededor de unas motos delante de una especie de bar, que
gritaban como si estuviesen peleándose.
Por
un instante, Bianca pensó en dar media vuelta, pero tenía miedo de tomar un
camino equivocado si cambiaba de calle. Así que continuó hacia delante, con la
cabeza gacha y la esperanza de que no se fijaran en ella.
No estaría mal ser
invisible, tanto en aquella situación como en otras tantas en las que se veía
obligada a enfrentarse a la gente. A enfrentarse al hecho de que no era
únicamente una sombra, tal y como hubiera deseado, sino una persona de carne y
hueso a la que los demás podían cerrar el paso.
—Oye,
guapa —la llamó uno mientras pasaba a su lado—, ¿adónde vas?
Bianca
no respondió y continuó caminando, a la vez que apretaba un poco el paso.
Uno
del grupo se echó a reír con sorna y se refirió a ella en un dialecto. Ella intuyó
lo que significaba: «escarabajo». Iba vestida muy distinta a las chicas del
casco antiguo, quienes vestían con escotes exagerados, pantalones ajustados y
colores estridentes. Probablemente se habían fijado en ella por ese motivo.
Bianca
se mordisqueó una uña y mantuvo el paso, pero, después de un rato, se dio
cuenta de que dos de los chicos la seguían. Caminaban uno junto al otro y se
reían, como si estuvieran a punto de hacer alguna trastada. Cuando ella se giró
para comprobar de dónde provenía el ruido de los pasos, le guiñaron un ojo.
—Venga,
para —exclamó uno de ellos—. De verdad que no mordemos. Vamos a charlar un
rato.
Presa
de la agitación, el corazón de Bianca latía con fuerza. Siguió caminando, de
hecho, casi corriendo. Al escuchar al chico, una señora se asomó a una ventana
y les gritó algo en un dialecto cerrado y enfadado.
Uno
de los dos le respondió entre risas.
—Métete
en tus asuntos, María.
Bianca
echó a correr. La última vez que lo había hecho había sido el día que descubrió
a su madre con su amante. Sus piernas respondieron de inmediato, raudas y
veloces, pero los dos extraños la siguieron sin mucho esfuerzo.
—Mira
cómo corre el escarabajo —exclamó uno de los chicos.
—Oye
—le dijo el otro—, ¡para! Antes o después te atraparemos.
Bianca desembocó en la plaza principal y divisó su Vespa
aliviada.
Quitó
la cadena de la moto y se montó de un salto. Los dos chicos se mantuvieron a
cierta distancia pero continuaron observándola y llamándola. Con la cara
ardiendo y sin enterarse de nada, Bianca aceleró e hizo saltar la patilla un
segundo antes de salir pitando tan deprisa como pudo.
Llegó
a casa corriendo y se metió en seguida en su habitación, furiosa consigo misma,
no por haber sido tan inconsciente como para andar a esas horas por los
callejones del casco antiguo, si no por haberlo hecho por culpa de Justin. Por
haberlo esperado más de dos horas sólo para no admitir que estaba decepcionada
y ofendida porque no se hubiera presentado a la cita.
Abrió
la mochila en busca del cuaderno de bocetos y se dio cuenta de que, con las
prisas de la fuga, el bote de tomate se había abierto, derramando el contenido
sobre sus cosas. Las páginas blancas estaban manchadas de salsa roja y también
el estuche y unos libros que llevaba encima. Trató de recuperarlos y de
limpiarlos lo mejor que pudo con unos pañuelos, pero sus manos se tiñeron de
rojo y el corazón se le puso en la boca.
Sintió
un sudor helado en la frente.
«Un
lago de sangre»
Presa
del pánico, corrió hasta el baño y se metió en la ducha. Abrió el grifo al
máximo y sintió el chorro caliente que le empapaba el cabello y la ropa,
llevándose consigo las manchas rojas. Cerró los ojos para calmarse, pero cuando
fue consciente de su reacción, se puso a llorar mientras el agua seguía
cayendo.
Se quedó así un buen rato, hasta que escuchó una puerta
abrirse y comprendió que su padre había llegado. Salió de la ducha y se desnudó
lentamente para librarse de la ropa mojada, tratando de evitar el espejo por
miedo a no reconocerse en el reflejo.
Querido Daniele:
Desde que te fuiste, es como si
estuviera muerta.
Pero sigo sintiendo dolor, un
dolor sordo, como de fondo, que trata de devolverme a la vida. Pero si existir
no significa nada más que sobrevivir al sufrimiento, ¿qué sentido tiene estar
en este mundo?
Y si nacer fuese una elección,
¿habría algún motivo para tomarla?
Sé que tú tienes las respuestas, pero aunque
pudieses, no me las darías. Aquí estoy, respiro y ando, duermo y como, y sigo
preguntándome: ¿acaso todo termina aquí? La diferencia entre la luz de los
vivos y la sombra de los muertos, ¿acaso sólo es ésta?
Bianca
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