miércoles, 27 de marzo de 2013

Capitulo 4





¡C umpleaños feliz, cumpleaños feliz!
El cántico de los chicos terminó con un estruendo de aplausos y carcajadas. Sobre uno de los pupitres del centro de la clase había una tarta con velas y, dispuesta a soplarlas, Carla Parente, una chica de cabello rubio y corto que sonreía a sus compañeros y a la profesora Santoro.

Bianca observaba las dieciocho llamitas desde su posición apartada y cuando se apagaron, sintió una punzada en el corazón. Dentro de poco también le tocaría a ella cumplir la mayoría de edad y podría decidir si quedarse o marcharse. Al menos en teoría.

—¿Vendrás a la fiesta, Bianca? —le preguntó Valeria, agitando la tarjeta de invitación que Carla acababa de repartir en la clase.

—Quizá —respondió ella con vaguedad. Detestaba las fiestas, sobre todo las de cumpleaños, aunque no siempre había sido así.

—Deduzco que no —añadió Valeria—. Deduzco que no eres la típica chica que va a la discoteca y demás eventos.

—Efectivamente, no —suspiró Bianca. Carla estaba cortando la tarta y distribuyendo las porciones en platos de plástico, mientras la profesora fingía estar enfadada porque le estaban restando tiempo a su clase. A juzgar por la sonrisa que iluminaba su cara, debía de ser una de esas profesoras que se emocionaba siempre con el cumpleaños de sus alumnos.

—No vas a la playa y no vas a fiestas —continuó Valeria con tono jovial y despreocupado—. Entonces, ¿qué haces para divertirte?

Parecía realmente interesada en el tema y Bianca se preguntó por qué. En el fondo, llevaban juntas en clase muy pocos días. Eran dos extrañas encerradas en un mismo lugar por pura casualidad. Pero Valeria despertaba su curiosidad. Las pecas que tenía en la cara parecían fuegos artificiales. Toda su personalidad desprendía alegría, como si viviera en una navidad eterna, con la excitación de los regalos, de las sorpresas, de estar junto a las personas queridas.

Por un segundo, Bianca la envidió.

—Me gusta dibujar y escuchar música.

—Ya, y a mí también. Pero yo me refería a lo que haces para divertirte con los demás. Ya sabes, con la gente, con nosotros, los mortales.

—Yo diría que nada. No conozco a nadie.

—Me conoces a mí.

—Es cierto, pero en el fondo no te conozco, ya sabes a lo que me refiero.

—Para nada —respondió Valeria. El resto de la clase estaba coreando a gritos el nombre de Santoro y las dos chicas se distrajeron de su conversación para ver lo que estaba sucediendo.

—¡Porfa profe! —le suplicaba el imbécil de Leo. Un equipo de música portátil había aparecido de la nada—. ¡Solo cinco minutos, para celebrarlo!

—Ni hablar —se negó la profesora, entre risas. Luego se detuvo a pensarlo un momento—. Al menos que alguno de vosotros le apetezca entretenerse conmigo después de clase, para echarme una mano y poner orden en el aula del tercer piso.

Un «noooooooo» rotundo retumbó contra las paredes del aula.

Bianca levantó la mano.

—Yo me quedo —anunció, y el coro se transformó en una nueva explosión de entusiasmo.

Leo encendió el equipo y puso un tema de house muy conocido, una música machacona que obligó a la Santoro a refugiarse en su mesa, entre los papeles.

Todos bailaban menos Bianca.

—¡La verdad es que estás como una cabra! —le gritó Valeria, que brincaba a su lado—. El aula del tercero es una catacumba de la que no saldrás viva.

Ella se encogió de hombros mientras esbozaba una sonrisa. Volver a aquella casa ajena, sola, no era demasiado alentador. Así al menos tendría algo que hacer, fuera lo que fuera. Y quizá, con suerte, los demás la tacharían de empollona o de lameculos y mantendrían las distancias con ella. Era difícil acostumbrarse a aquel buen rollo que hacía que todos parecieran tan amigos.

—¿Prandi? —la llamó la profesora—. Ya que pareces tener un cociente intelectual más elevado que el de tus compañeros, ¿te importaría echarme una mano también con este listado? Será un minuto.

Bianca asintió y se acercó.

 —Veamos, díctame las faltas de Bieber, dime las fechas exactas.

Mientras recorría con el dedo las líneas horizontales del listado, Bianca pensó que aquella tarea era completamente inútil. Desde principio de curso, Justin Bieber no había ido a clase casi nunca. De hecho, ella nunca lo había visto. Se limito a dictar las fechas a la Santoro sin hacer preguntas.

—Se está pasando —comentó la profesora, mientras escribía con rapidez —. Sé que repitió un año en su antiguo instituto. Si sigue así, tendremos que avisar a la familia.

Le gustaba el instituto desierto.

Bianca caminaba por los pasillos y escuchaba el resonar de sus pasos sobre las baldosas. Las puertas estaban cerradas, las luces apagadas, el silencio envolvía el pasar del tiempo y discurría sin la obligación de marcar las horas con un timbrazo automático. Era agradable pensar que aquellas habitaciones, aquellas sillas gastadas, continuaban existiendo aun cuando nadie las veía.

Acabó de comerse el bocadillo que había comprado en el bar de enfrente del instituto y siguió las indicaciones de la profesora. La escalera estaba al fondo del segundo piso. Normalmente, un banco situado delante del primer escalón impedía el acceso, pero ahora había sido retirado.

Las habitaciones del tercer piso servían para almacenar y archivar los trabajos de los estudiantes, sobre todo aquellos realizados para los exámenes finales del último curso, y para guardar las grandes escenografías diseñadas para la obra de teatro anual.

Se respiraba un olor a polvo, pintura seca y arcilla. Bianca inspiró con fuerza y se sintió en su salsa. La única puerta abierta, en mitad del pasillo a oscuras, dejaba pasar una rendija de luz, indicándole la localización de la profesora Santoro.

—Hola, Bianca —le dijo cuando la escuchó llegar. Estaba luchando contra un montón de cartulinas enrolladas que se retorcían como anguilas y no paraban de caerse del escritorio—. Éste es nuestro pequeño museo —le explicó, divertida.

Tres de las paredes estaban cubiertas de estanterías hasta el techo. En sus baldas había esculturas apiñadas en varios tamaños, grabados en cobre y otros muchos cachivaches no identificados.

La cuarta pared estaba ocupada por dos ventanas desde las que se divisaba el mar.

No era la pequeña franja que se veía desde la terraza de su casa, marcada por las antenas de televisión, sino una gran extensión de agua que llagaba hasta el horizonte.

—Es precioso, ¿a que si? —comentó la profesora siguiendo su mirada—. Siempre he pensado que es una verdadera pena no utilizar estas habitaciones como aulas.

—Puede que nuestras obras de artes se merezcan una vista hermosa —replicó Bianca, y la Santoro se echó a reír, creyendo que estaba de broma.

—Pongámonos a trabajar y en un par de horas habremos acabado. Hay que seleccionar las cosas más viejas para tirarlas y hacer sitio a las nuevas. Para las cartulinas tenemos ese archivador con láminas protectoras de plástico —le explicó—. Tira al suelo los trabajos que tengan más de cinco años. Y también los que te parezcan horripilantes —añadió, guiñándole el ojo.

Bianca selecciono una pared y comenzó a revolver en los estantes más bajos. Llenándose de inmediato las manos de polvo.

Arrojó casi todo en medio de la habitación; muchos trabajos databan antes del año 2000, llevaban la firma de chicos que ahora ya serían adultos, tendrían una carrera, se abrían casado. Imaginó que tipo de personas podrían haber sido de adolecentes y, por un segundo, fue como si escuchara sus risas, conservadas en aquellos pasillos para siempre.

—Si pudieran hablar —dijo Bianca—, sabríamos la historia de todos los antiguos alumnos. Sus amores, sus penas.

La Santoro alzó la vista para mirarla.

—Te parecerá extraño, pero en mi trabajo he aprendido que, en el fondo, los chicos son todos iguales —comentó—. Las generaciones pasan pero los amores y las penas son siempre más o menos los mismos.

«No para todos», pensó Bianca. Y se dio cuenta de cuán anónimos los estudiantes debían de parecer a los profesores,  unos sentados en sus pupitres y los otros en como reyes en su tarima. Cada uno de ellos no era más que un apellido, una nota, un recorrido de cinco años que terminaba apresuradamente, puede que sin dejar rastro. «El tiempo todo lo borra. El tiempo todo lo cura. Y también captura los peores momentos como si fueran pequeñas gotas de ámbar», pensó con amargura.

Las esculturas eran horripilantes. Mascaras deformes de mirada vacía que Bianca eliminó sin piedad. Seguro que ningún escultor había salido de aquel instituto. A veces, la arcilla se deshacía entre las manos por los puntos más frágiles: nariz, orejas, labios.

En el fondo de un estante, oculto entre el polvo y la penumbra, Bianca encontró algo interesante: una pequeña tortuga que parecía de verdad, congelada en el blanco de la escayola, con las patas rugosas y las uñas trabajadas al detalle. Le dio la vuelta y vio que tenía grabado en la tripa lo siguiente: « ‘’El tiempo todo lo da y todo lo quita’’. Giordano Bruno. L.D. 1997 5°C».

Sin preguntar a la profesora, que quizá no lo hubiera permitido, desempolvó la tortuga con delicadeza y se la metió en el bolsillo de la sudadera. Le pareció un buen presagio, un amuleto para su nueva vida.

Las dos horas pasaron lentamente y, cuando por fin terminaron, el sol se estaba poniendo. Bianca antes de salir, echó una ojeada el mar, que se había oscurecido preparándose para el ocaso. Era majestuoso, de un tono de azul profundo entre la negrura de la noche y la luminosidad del día. La hora en la que la luz mostraba el camino ablandando las sombras.

—He notado que eres una gran apasionada del arte —le dijo la Santoro antes de despedirse, junto a la entrada del instituto—. Si tienes tiempo libre, podrías realizar un voluntariado en el museo municipal de arte contemporáneo. Es pequeño pero bonito.

 La mirada de Bianca se iluminó.

—¿Lo dice de verdad? Me encantaría.

—Bueno, entonces déjate caer por allí alguna vez —continuó la profesora, contenta—. Yo voy todos los martes, puedo informarte y asignarte un turno.

Cuando Bianca se subió a la Vespa aceleró sin abatir la patilla, como le había enseñado Daniele. La moto dio un pequeño bote que hizo rechinar la carrocería y derrapó justo antes de meterse en la calle.

Condujo bordeando la costa y dio un rodeo para llegar a casa. El olor a sal era tan intenso que se quedaba prendido en el cuerpo.

 «El tiempo te da y te quita», pensó. Puede que para ella hubiera llegado el momento de recibir.


Querido Daniele:
Uno se siente más solo con mucha gente alrededor.
Todos te hablan, te preguntan, te tocan. Pero ninguno sabe qué escondes, que hay dentro de ti, detrás de tu cara, tu pelo, tu ropa.
¿Cómo es posible estar tan cerca de los demás y a la vez tan lejos?
El único que siento junto a mi corazón eres tú y sin embargo, no puedo verte, ni tocarte, ni preguntarte cómo estás. ¿Cómo estás? Me lo pregunto a menudo. Y también me pregunto si tú también te sientes tan solo.                                            
                                                                                                             
                                                                                                                                             Bianca

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