—¡C umpleaños
feliz, cumpleaños feliz!
El
cántico de los chicos terminó con un estruendo de aplausos y carcajadas. Sobre
uno de los pupitres del centro de la clase había una tarta con velas y,
dispuesta a soplarlas, Carla Parente, una chica de cabello rubio y corto que
sonreía a sus compañeros y a la profesora Santoro.
Bianca
observaba las dieciocho llamitas desde su posición apartada y cuando se
apagaron, sintió una punzada en el corazón. Dentro de poco también le tocaría a
ella cumplir la mayoría de edad y podría decidir si quedarse o marcharse. Al
menos en teoría.
—¿Vendrás
a la fiesta, Bianca? —le preguntó Valeria, agitando la tarjeta de invitación
que Carla acababa de repartir en la clase.
—Quizá
—respondió ella con vaguedad. Detestaba las fiestas, sobre todo las de
cumpleaños, aunque no siempre había sido así.
—Deduzco
que no —añadió Valeria—. Deduzco que no eres la típica chica que va a la
discoteca y demás eventos.
—Efectivamente,
no —suspiró Bianca. Carla estaba cortando la tarta y distribuyendo las
porciones en platos de plástico, mientras la profesora fingía estar enfadada
porque le estaban restando tiempo a su clase. A juzgar por la sonrisa que
iluminaba su cara, debía de ser una de esas profesoras que se emocionaba
siempre con el cumpleaños de sus alumnos.
—No
vas a la playa y no vas a fiestas —continuó Valeria con tono jovial y
despreocupado—. Entonces, ¿qué haces para divertirte?
Parecía
realmente interesada en el tema y Bianca se preguntó por qué. En el fondo,
llevaban juntas en clase muy pocos días. Eran dos extrañas encerradas en un
mismo lugar por pura casualidad. Pero Valeria despertaba su curiosidad. Las
pecas que tenía en la cara parecían fuegos artificiales. Toda su personalidad
desprendía alegría, como si viviera en una navidad eterna, con la excitación de
los regalos, de las sorpresas, de estar junto a las personas queridas.
Por
un segundo, Bianca la envidió.
—Me
gusta dibujar y escuchar música.
—Ya,
y a mí también. Pero yo me refería a lo que haces para divertirte con los
demás. Ya sabes, con la gente, con nosotros, los mortales.
—Yo
diría que nada. No conozco a nadie.
—Me
conoces a mí.
—Es
cierto, pero en el fondo no te conozco, ya sabes a lo que me refiero.
—Para
nada —respondió Valeria. El resto de la clase estaba coreando a gritos el
nombre de Santoro y las dos chicas se distrajeron de su conversación para ver
lo que estaba sucediendo.
—¡Porfa
profe! —le suplicaba el imbécil de Leo. Un equipo de música portátil había
aparecido de la nada—. ¡Solo cinco minutos, para celebrarlo!
—Ni
hablar —se negó la profesora, entre risas. Luego se detuvo a pensarlo un
momento—. Al menos que alguno de vosotros le apetezca entretenerse conmigo
después de clase, para echarme una mano y poner orden en el aula del tercer
piso.
Un
«noooooooo» rotundo retumbó contra las paredes del aula.
Bianca
levantó la mano.
—Yo
me quedo —anunció, y el coro se transformó en una nueva explosión de
entusiasmo.
Leo
encendió el equipo y puso un tema de house muy conocido, una música
machacona que obligó a la Santoro a refugiarse en su mesa, entre los papeles.
Todos
bailaban menos Bianca.
—¡La
verdad es que estás como una cabra! —le gritó Valeria, que brincaba a su lado—.
El aula del tercero es una catacumba de la que no saldrás viva.
Ella
se encogió de hombros mientras esbozaba una sonrisa. Volver a aquella casa
ajena, sola, no era demasiado alentador. Así al menos tendría algo que hacer,
fuera lo que fuera. Y quizá, con suerte, los demás la tacharían de empollona o
de lameculos y mantendrían las distancias con ella. Era difícil acostumbrarse a
aquel buen rollo que hacía que todos parecieran tan amigos.
—¿Prandi?
—la llamó la profesora—. Ya que pareces tener un cociente intelectual más
elevado que el de tus compañeros, ¿te importaría echarme una mano también con
este listado? Será un minuto.
Bianca
asintió y se acercó.
—Veamos, díctame las faltas de Bieber, dime
las fechas exactas.
Mientras
recorría con el dedo las líneas horizontales del listado, Bianca pensó que
aquella tarea era completamente inútil. Desde principio de curso, Justin Bieber
no había ido a clase casi nunca. De hecho, ella nunca lo había visto. Se limito
a dictar las fechas a la Santoro sin hacer preguntas.
—Se
está pasando —comentó la profesora, mientras escribía con rapidez —. Sé que
repitió un año en su antiguo instituto. Si sigue así, tendremos que avisar a la
familia.
Le
gustaba el instituto desierto.
Bianca
caminaba por los pasillos y escuchaba el resonar de sus pasos sobre las
baldosas. Las puertas estaban cerradas, las luces apagadas, el silencio
envolvía el pasar del tiempo y discurría sin la obligación de marcar las horas
con un timbrazo automático. Era agradable pensar que aquellas habitaciones,
aquellas sillas gastadas, continuaban existiendo aun cuando nadie las veía.
Acabó
de comerse el bocadillo que había comprado en el bar de enfrente del instituto
y siguió las indicaciones de la profesora. La escalera estaba al fondo del
segundo piso. Normalmente, un banco situado delante del primer escalón impedía
el acceso, pero ahora había sido retirado.
Las
habitaciones del tercer piso servían para almacenar y archivar los trabajos de
los estudiantes, sobre todo aquellos realizados para los exámenes finales del
último curso, y para guardar las grandes escenografías diseñadas para la obra
de teatro anual.
Se
respiraba un olor a polvo, pintura seca y arcilla. Bianca inspiró con fuerza y
se sintió en su salsa. La única puerta abierta, en mitad del pasillo a oscuras,
dejaba pasar una rendija de luz, indicándole la localización de la profesora
Santoro.
—Hola,
Bianca —le dijo cuando la escuchó llegar. Estaba luchando contra un montón de
cartulinas enrolladas que se retorcían como anguilas y no paraban de caerse del
escritorio—. Éste es nuestro pequeño museo —le explicó, divertida.
Tres
de las paredes estaban cubiertas de estanterías hasta el techo. En sus baldas
había esculturas apiñadas en varios tamaños, grabados en cobre y otros muchos
cachivaches no identificados.
La
cuarta pared estaba ocupada por dos ventanas desde las que se divisaba el mar.
No
era la pequeña franja que se veía desde la terraza de su casa, marcada por las
antenas de televisión, sino una gran extensión de agua que llagaba hasta el
horizonte.
—Es
precioso, ¿a que si? —comentó la profesora siguiendo su mirada—. Siempre he
pensado que es una verdadera pena no utilizar estas habitaciones como aulas.
—Puede
que nuestras obras de artes se merezcan una vista hermosa —replicó Bianca, y la
Santoro se echó a reír, creyendo que estaba de broma.
—Pongámonos
a trabajar y en un par de horas habremos acabado. Hay que seleccionar las cosas
más viejas para tirarlas y hacer sitio a las nuevas. Para las cartulinas tenemos
ese archivador con láminas protectoras de plástico —le explicó—. Tira al suelo
los trabajos que tengan más de cinco años. Y también los que te parezcan
horripilantes —añadió, guiñándole el ojo.
Bianca
selecciono una pared y comenzó a revolver en los estantes más bajos. Llenándose
de inmediato las manos de polvo.
Arrojó casi todo en medio de la habitación; muchos trabajos
databan antes del año 2000, llevaban la firma de chicos que ahora ya serían
adultos, tendrían una carrera, se abrían casado. Imaginó que tipo de personas
podrían haber sido de adolecentes y, por un segundo, fue como si escuchara sus
risas, conservadas en aquellos pasillos para siempre.
—Si pudieran hablar —dijo Bianca—, sabríamos la historia de
todos los antiguos alumnos. Sus amores, sus penas.
La Santoro alzó la vista para mirarla.
—Te parecerá extraño, pero en mi trabajo he aprendido que, en
el fondo, los chicos son todos iguales —comentó—. Las generaciones pasan pero
los amores y las penas son siempre más o menos los mismos.
«No para todos», pensó Bianca. Y se dio cuenta de cuán
anónimos los estudiantes debían de parecer a los profesores, unos sentados en sus pupitres y los otros en
como reyes en su tarima. Cada uno de ellos no era más que un apellido, una
nota, un recorrido de cinco años que terminaba apresuradamente, puede que sin
dejar rastro. «El tiempo todo lo borra. El tiempo todo lo cura. Y también
captura los peores momentos como si fueran pequeñas gotas de ámbar», pensó con
amargura.
Las esculturas eran horripilantes. Mascaras deformes de mirada
vacía que Bianca eliminó sin piedad. Seguro que ningún escultor había salido de
aquel instituto. A veces, la arcilla se deshacía entre las manos por los puntos
más frágiles: nariz, orejas, labios.
En el fondo de un estante, oculto entre el polvo y la
penumbra, Bianca encontró algo interesante: una pequeña tortuga que parecía de
verdad, congelada en el blanco de la escayola, con las patas rugosas y las uñas
trabajadas al detalle. Le dio la vuelta y vio que tenía grabado en la tripa lo
siguiente: « ‘’El tiempo todo lo da y todo lo quita’’. Giordano Bruno. L.D.
1997 5°C».
Sin preguntar a la
profesora, que quizá no lo hubiera permitido, desempolvó la tortuga con
delicadeza y se la metió en el bolsillo de la sudadera. Le pareció un buen
presagio, un amuleto para su nueva vida.
Las dos horas pasaron
lentamente y, cuando por fin terminaron, el sol se estaba poniendo. Bianca
antes de salir, echó una ojeada el mar, que se había oscurecido preparándose
para el ocaso. Era majestuoso, de un tono de azul profundo entre la negrura de
la noche y la luminosidad del día. La hora en la que la luz mostraba el camino
ablandando las sombras.
—He notado que eres
una gran apasionada del arte —le dijo la Santoro antes de despedirse, junto a
la entrada del instituto—. Si tienes tiempo libre, podrías realizar un
voluntariado en el museo municipal de arte contemporáneo. Es pequeño pero
bonito.
La mirada de Bianca se iluminó.
—¿Lo dice de verdad?
Me encantaría.
—Bueno, entonces
déjate caer por allí alguna vez —continuó la profesora, contenta—. Yo voy todos
los martes, puedo informarte y asignarte un turno.
Cuando Bianca se
subió a la Vespa aceleró sin abatir la patilla, como le había enseñado Daniele.
La moto dio un pequeño bote que hizo rechinar la carrocería y derrapó justo
antes de meterse en la calle.
Condujo bordeando la
costa y dio un rodeo para llegar a casa. El olor a sal era tan intenso que se
quedaba prendido en el cuerpo.
«El tiempo te da y te quita», pensó. Puede que
para ella hubiera llegado el momento de recibir.
Querido Daniele:
Uno se siente más solo con mucha
gente alrededor.
Todos te hablan, te preguntan, te
tocan. Pero ninguno sabe qué escondes, que hay dentro de ti, detrás de tu cara,
tu pelo, tu ropa.
¿Cómo es posible estar tan cerca
de los demás y a la vez tan lejos?
El único que siento junto a mi
corazón eres tú y sin embargo, no puedo verte, ni tocarte, ni preguntarte cómo
estás. ¿Cómo estás? Me lo pregunto a menudo. Y también me pregunto si tú
también te sientes tan solo.
Bianca
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